De nostalgias y anécdotas

Hace un rato escuché a unas buenas personas judías fervientes contar alabanzas de los viejos maestros mekubalim del antiguo poblado en el Medio Oriente, allí de donde emigraron penosamente sus antepasados. Lugares en donde fueron maltratados, perseguidos, asfixiados, discriminados, asesinados, violentados, estafados, esclavizados, expulsados y un largo collar de penurias; pero que igualmente, y no sé bien porqué, siguen siendo tierras añoradas con cariño. Se siguen identificando en comunidades de judíos provenientes de allá, siguen canturreando con melodías típicas de los habitantes de esas culturas, hablando con los acentos de esas regiones. La añoranza por ese mal pasado que se da tan comúnmente en los descendientes de los que lograron escapar a mejores realidades.
Cosa rara, ¿no?
Allí tenemos a los compungidos por Sefarad, o memoriosos de Alepo, o anhelantes del shtetl polaco, o los que recuerdan con nostalgia la Rusia Blanca, entre otros tantos apegados a pasados dolorosos y de cierta forma convertidos en mitos rosados… cosa rara, ¿no?

Decían estos buenos judíos de lo poderosos que eran esos rabanim, mekubalim, gente con ruaj hakodesh, gente de una generación sagrada, y de los cuales se relatan historias maravillosas.
Yo no dudo de que ellos crean en la veracidad de las mismas, ni siquiera dudo que hayan sido reales. Simplemente las escucho y analizo, con la mayor objetividad que mi limitada capacidad me permite.
Como por ejemplo, la del chico gentil muy malintencionado que molestaba a los judíos habitualmente. Hasta que una vez su mal educación y avería ética lo llevo a orinar las puertas de la sinagoga. Le dijeron al sabio mekubal, ese paradigma de rabino venerado que mencionan con tanta admiración estas buenas personas. El sabio dijo: “Permitan que siga orinando”. Y el chico no paraba de orinar, hasta que comenzó a expulsar sangre y no se terminaba el manantial enfermizo. El dolor y la desesperación invadió a los demás, e imploraron al mekubal que terminara ese tormento para el pequeño blasfemo. El rabino simplemente dijo: “Que cese”. Y el chico paró de morir de manera tan amarga.
Terminaron la anécdota los buenos continuadores de su tradición diciendo: “Qué sabios tan llenos de ruaj hakodesh. Cómo nos hacen falta en esta generación tan apartada de la Torá y las mitzvot”.

Repito, puede ser cierta la historia.
No tengo motivo para dudar de ella.
Solamente me pregunto, ¿no había otro camino que castigar de ese modo al perverso pequeño?
¿No hubiera sido más milagroso que el chico quisiera hacer daño pero de repente corriera a abrazar al sabio y pidiera ser convertido al judaísmo, o aprender de noajismo y vivir a pleno como tal?
¿O tal vez el poder mekubalistico hubiese sido usado para eliminar el odio y persecuciones antijudías de manera milagrosa y eficiente?
¿Se consiguió la paz y estabilidad para los judíos?
¿Prosperaron y se mantuvieron las comunidades allí?
¿Se logró fortalecer las comunidades judías entonces y hasta nuestros días?
Tantas otras preguntas me surgen y ninguna de ellas me hace sentir aprecio por estas historias, aunque no dudase un segundo de su veracidad.

Igualmente, es admirable el cariño de las buena gente que sigue contando estas historias y su deseo por un mundo mejor, su buena intención, su apego por las tradiciones de los antepasados. No faltarán personas así, inocentes, buenas, apreciables. ¡Ojalá y fueran más!
Y sin embargo, hay tanto que hacer por encima de esas narrativas maravillosas y nostálgicas.
Quiera el Eterno que tengamos la capacidad de encontrar caminos para construir SHALOM en todo momento.

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Jonathan Ortiz

Me hizo acordar de la anécdota del Nuevo Testamento en la que Ieshu (borrado sea su nombre) maldice por «hambre» una indefensa higuera por no tener fruto cuando no era temporada.

Acaso no podía usar su «poder» y pedir un pan prestado y multiplicarlo?
O no podía pedir que le regalaran pan?
O no podía prestar dinero y comprar pan?
O no podía cargar una bolsa con un pedazo de pan?
Etcétera

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