De Adán a Babel

El hombre había subido a las montañas más elevadas para aproximarse a lo que creía eran dioses,
y el más divino de ellos.
Pero no bastó.

Entonces, construyó altas plataformas, se alzó sobre ellas,
y el divino no respondió.

Entonces clamó y vociferó,
pero su voz se perdió en el camino hacia las esferas,
dejándolo mudo y en silencio.

Entonces, por encima de la plataforma, convertida ya en templo,
edificó un altar de piedras, apiló leños, encendió las llamas y dejó que el humo de los vegetales
ahumara el ambiente, con la esperanza de que tuviera alas y tocará los pies de los tronos celestiales.
Pero no bastó.

Entonces sacrificó un animalito, segando una tierna vida inocente,
y con los despojos cruentos preparó un aromático asado que colmara la sed y el apetito del divino patrón,
cuando volaran las ráfagas de vapor hasta las puertas del reino.
Y sin embargo, solamente el silenció atronó su inquietud.

Con desespero, ya sin saber cómo llegar al corazón de sus dioses, y de aquel dios por encima de todos ellos,
lleno de piedad y amor, con la pasión del creyente, con la unción del religioso,
tomó a su hijito tierno, su primogénito, su querido, al que amaba más que su propia vida,
el regalo de los dioses, el que continuaría su vida tras su muerte,
y subió con él al monte,
trepó a la cima de su templo,
lo encaramó al tope de su altar,
lo alzó alto, muy alto,
y apañó el fuego,
afiló la daga,
y untó el conjunto con sus lágrimas,
el agua corría de sus entrañas sin cesar como un tremendo diluvio que cubría al mundo,
y entonces asesinó a su vástago,
el cual, en forma de lengüetas de humareda llegaría al seno del Señor por encima de los señores.
Pero tampoco bastó.

Y vino el hombre,
y descreyó de rocas y maderos,
no quiso saber nada de montañas ni templos,
rechazó lo natural para convertirse en constructor de su destino.
Tomó del barro y formó ladrillos.
Y con la brea remplazó al mortero.
Con empecinada dedicación, piso tras piso, generación tras otra, se fue irguiendo la inmensa torre.
En realidad no una, sino cuatro, para cubrir todos los puntos del mundo.
Crecía la torre, poniendo valor y poder en quien la construía.
Aquel que no precisaba de dioses, ni la sencillez de la naturaleza.
Hasta que un día, la tecnología reemplazó la vida,
la terquedad se comió al sentido.

Entonces, la obra fue abandonada,
el hombre se perdió en sus doctrinas,
pero tampoco le bastó.

Y de entre las ruinas un rebelde se puso de pie,
uno que se atrevió a pensar en lugar de creer.
Aquel que confió y realizó.

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Podría suponer que el rebelde, al conocer la historia del fracaso social que llevo la construcción de ideologías raras, rechazara la de su tiempo. Pero un pensamiento más convincente tuvo, porque de no haber sido así, no hubiera pasado de ser un rebelde con causa.

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