Por el
Rabino Dr. Moti Maarabi
Al hablar de nuestras festividades, un
espíritu de solemnidad nos invade, generalmente. Es mas: la preparación, ya
sea de nuestro hogar y de nuestras personas para vivenciarlas, nos hace
respirar un aire diferente. Algo así como que todo lo demás pasa a un
segundo plano de importancia, y esperamos ese o esos días para alcanzar lo
que, a veces, nos parece muy lejano: el sentido por nuestras personas,
nuestras familias, nuestras cosas mas queridas... Porque las festividades
promueven un reencuentro, un re-dimensionamiento de nuestras vidas, en todos
sus sentidos. Y estoy resaltando el valor social de las mismas, mas allá de
todo el entorno "religioso-tradicional" que las envuelve.
Somos un pueblo que recorre la historia. Somos testigos de una humanidad.
Somos el reflejo del quehacer diario de todos los seres humanos. Celebramos
y sufrimos, ni mas ni menos que los otros. Pero tenemos un imperativo: "No
olvidar", o si lo queremos: "Recordar". Ser memoria permanente de hechos,
situaciones, angustias y éxitos que nos han formado como pueblo, como
testigos de sucesos que no pueden pasar por alto nuestras vidas, nuestros
meses, nuestros días...
Hoy el imperativo tiene nombre propio otra vez: Jánuca. "Fiesta de la
Inauguración", "Fiesta de las Luminarias", "Fiesta de la libertad",
"Fiesta"... Una connotación bélica: la victoria frente a los griegos; otra
connotación humana: inaugurar los servicios religiosos del Templo de
Jerusalén. Y una connotación que emerge de ambas: el milagro del aceite...
¿Como alcanzar la síntesis? ¿Cómo explicarnos hoy, a casi 2.200 años, los
eventos que suenan tan lejanos? ¿Acaso somos nostálgicos? ¿O acaso
románticos?
No. No son sucesos lejanos. Una guerra, una confrontación, una pelea, es
tema de actualidad. Lo sofisticado son los medios. Los fines casi son
idénticos. Y en la guerra encontramos al dominante, cruel, sanguinario,
exterminador, y al dominado, en franca minoría por subsistir... Tal cual la
epopeya de los Macabeos, que recuerda su guerra contra el
invasor-exterminador-depredador imperio griego. Pero la guerra no debe ser
el fin mismo. Poco hubiéramos soportado el enfrentamiento bélico
("¿Alanetzaj Tojal Jerev?" ' ¿Acaso siempre vivirás por la espada?') La
espada debe ser limitada en su accionar...
Como tampoco es lejano, el reabrir las puertas de una Sinagoga, definida por
el profeta Iejezkel como "Mikdash Meat", esto es "un Santuario Menor", en
clara alusión a la majestuosidad del Santuario de Jerusalén, destruido una y
otra vez por babilonios y romanos. Aguardamos la restauración del mismo,
como símbolo de unificación del pueblo judío, pero a través de los siglos a
Jánuca, es decir a la renovación de nuestra fe, en la apertura de una
sinagoga "Mikdash Meat"...
Pero el milagro... Ese milagro, es, en hebreo, que significa "bandera",
"estandarte", a través del aceite, "shemen", en hebreo, no es lo habitual.
No todos los días asistimos a un milagro, y mucho menos a uno que este
ligado al aceite = luz. El milagro de la luz es único, y cuan difícil es
mantenerlo! Así como en los días de Jánuca no había aceite (puro) suficiente
sino para un solo día, quiso la Providencia que esa luz se extendiera por
siete días mas, es decir un total de ocho días... Y acaso, ¿es tan relevante
dicho episodio, nos preguntamos?
En estos días, en este siglo donde científicamente hemos logrado medir la
velocidad de la luz, casi nos parece ridículo... Pero esa luz de Jánuca,
nada tiene que ver con la electricidad. Es y fue la luz espiritual la que
quedo encendida, para que nosotros, las generaciones venideras sepamos
valorar su efecto, su irradiación atemporal, su luminosidad eterna. Pues la
luz de ese aceite es y fue la luz, or, ese "or" que proviene de los seis
días de la Creación... Un or haganuz, una luz especialmente reservada...
Jánuca se transforma así en un pequeño milagro que va creciendo mientras la
luz supere a la oscuridad, a la confusión, al autoritarismo, a la
mutilación...
"Hanerot halalu anu madlikim al HaNisim...", "estas luces nosotros
encendemos por los milagros...", esta es la ecuación: por cada luz, un
milagro; por cada milagro, una nueva cuota de luminosidad... Si supiéramos
comprender el mensaje podríamos transformar cada día, cada siglo y cada era
a la mínima y primera expresión de la obra de la Creación: "Y dijo Elohim:
¡que sea la luz! ¡Y fue la luz!"
Jánuca nos invita en sus ocho días festivos a que encendamos, día a día,
noche a noche, una pequeña vela, pero en forma gradual. Agregando cada día,
así como lo disponía la escuela de Hilel. No debemos encenderlas todas
juntas. Como queriéndonos insinuar la tradición: iluminar, si; encandilar,
no. Iluminar para ver, para redescubrir el milagro de la vida, para expresar
las gracias (toda-korban) por el mérito de ser artífices de un destino;
iluminar para sacudir del letargo a aquellos que siempre apostaron al
oscurantismo medieval y a la profunda noche de los pueblos, de las
personas...
Porque si Jánuca pierde su capacidad de milagro, habrá perdido su sentido.
Porque sus ocho días bien podrían ser en la metáfora: ocho décadas en la
vida de una persona, contando cada etapa con su propia luz, y con su propio
milagro de existencia.
De ahí el mandato de nuestros maestros: "Mitzvat Jánuca ner ish ubeito",
dice una opinión que uno debe encender por el y su familia; mas otra opinión
sugiere: "Ner lecol ejad veejad", es decir, que "cada uno encienda su propia
luz = vela". Hay elección, hay posibilidades, pero algo no podemos dejar de
hacer: encender, iluminar, recrear el milagro de estar vivos y agradecerlo
sumando luz, amor e intensidad...
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