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«Si te olvidare, oh Jerusalén, que mi diestra se olvide de mí. Que mi lengua e apegue a mi paladar si no te recordare, si no hiciere de Jerusalén la cúspide de mi alegría.»
(Tehilim / Salmos 137:5-6)
Hay fechas que marcan el calendario. Y hay fechas que marcan el alma. Iom Ierushalaim no es un simple día en el año, es el eco de una historia que nunca dejó de latir, es el susurro de generaciones que anhelaron ver la promesa cumplida.
Desde los días del exilio hasta cada oración pronunciada en la diáspora, Jerusalén nunca fue solo una ciudad, sino un ideal, una aspiración, el corazón espiritual de un pueblo que nunca la olvidó. Y en 1967, cuando sus calles volvieron a abrirse a su gente, no fue una victoria militar, sino un reencuentro con el alma misma.
Cada piedra tiene un relato, cada esquina cuenta una historia, cada muro susurra la memoria de quienes lloraron, soñaron y esperaron. No se trata solo de historia, sino de identidad. Jerusalén es el testimonio de que la conexión entre el pueblo judío y su tierra no conoce límites, que la esperanza nunca caduca, que el sueño judío vive en cada calle, en cada oración, en cada corazón.
Es así que, las fuentes bíblicas nos enseñan:
«Desde Jerusalén saldrá la Torá, y la palabra de Dios desde Sion.»
(Ieshaiahu / Isaías 2:3)«Jerusalén es la luz del mundo.»
(Bereshit Rabá 59:5)
Hoy, al caminar por sus senderos, al escuchar el murmullo de sus habitantes, recordamos que no regresamos, porque en realidad nunca nos fuimos. Iom Ierushalaim es más que un aniversario: es un latido eterno.
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