Para leer y recordar.
TRIBUNA LIBRE
EL ALZHEIMER DEL PUEBLO
PALESTINO
MARCOS AGUINIS
Un chiste macabro dice que la enfermedad de Alzheimer brinda un gran
beneficio: sólo permite conocer gente nueva... Pero causa el enorme daño de
borrar la propia historia. Y esto no es un chiste. La tragedia palestina,
al marginar la Historia, obtura sus vías de solución. Se ha dicho que los
palestinos «no pierden la oportunidad de perder la oportunidad». Y esto es
así porque no recuerdan sus propios errores y, en consecuencia, no
advierten que pueden hallar su independencia y prosperidad a la vuelta de
la esquina.
¿Qué cosas tan importantes han olvidado? Por razones de espacio, sólo puedo
brindar una síntesis.
Al terminar la II Guerra Mundial, Palestina estaba bajo el mandato colonial
de Gran Bretaña. La comunidad judía profundizó su lucha emancipadora
porque, desde finales del siglo XIX, venía construyendo su Estado y no
aceptaba algo que no fuera la independencia. Había fundado centenares de
kibutz, escuelas, hospitales, caminos, granjas, teatros, forestó yermos,
canalizó el agua y hasta edificó Tel Aviv sobre dunas de arena. Creó la
primera universidad, la primera orquesta sinfónica y el primer instituto
científico de Oriente Próximo. Tenía aparato administrativo y Fuerzas de
Defensa. Gran Bretaña, que contaba con el apoyo de la comunidad árabe de
Palestina y de la Liga Árabe que ella misma había ayudado a fundar, elevó
el problema a las Naciones Unidas con la esperanza de que condenasen las
pretensiones judías y pudiese continuar su mandato.
Se formó un comité integrado por países neutrales que recomendó el fin del
tiempo colonial británico y la partición de Palestina en dos estados: uno
árabe y otro judío. Las fronteras del Estado judío fueron dibujadas según
las poblaciones predominantemente judías y el resto fue adjudicado al
Estado árabe. Ambos se mantendrían unidos por cruces territoriales y la
complementación económica.
¿Qué pasó? Los judíos aceptaron el veredicto. Aunque no se les hacía un
regalo porque Israel ya existía gracias al sudor de sus habitantes , se
legitimaba su anhelo de soberanía. Los árabes, en cambio, rechazaron la
oferta y proclamaron su intención de arrojar a todos los judíos al mar. En
efecto, apenas Israel proclamó su independencia, siete ejércitos árabes
violaron la decisión de las Naciones Unidas y se arrojaron sobre el exiguo
territorio. Los judíos carecían de armas: nadie se las vendía porque
consideraban imposible que pudiesen sobrevivir. El único país que accedió a
proporcionárselas fue Checoslovaquia porque suponía que el socialismo del
flamante estado lo llevaría a la órbita soviética.
En conclusión, si la agresión árabe hubiese triunfado, no existiría Israel.
Pero la Historia fue distinta. La guerra la quisieron y forzaron los
árabes, no Israel. Y perdieron. Ahí comenzó la tragedia palestina. Por
culpa de sus dirigentes. De haber actuado con sensatez, en 1947 ya hubieran
tenido su Estado propio.
Luego de la derrota, los países vencidos se apoderaron de lo que quedaba de
Palestina. Gaza pasó a ser administrada por Egipto y Cisjordania fue
anexada al reino de Transjordania, que cambió su nombre por Jordania. En
consecuencia, los territorios que hubieran correspondido al Estado árabe
palestino fueron devorados por esos dos países, no por Israel. Pero durante
18 años ni una sola voz egipcia, jordana o palestina reclamó convertirlos
en un Estado independiente con Jerusalén Este de capital. Jerusalén Este
había quedado en manos jordanas, pero no fue convertida en su capital ni
fue a visitarla ningún jefe de Estado árabe; era un villorrio marginal
donde, eso sí, se destruyeron las centenarias sinagogas, se arrancaron
lápidas del Monte de los Olivos para construir letrinas y se prohibió el
acceso de los judíos al Muro de las Lamentaciones.
Los palestinos perdieron otra vez la oportunidad de proclamar su Estado en
Gaza y Cisjordania. Llegó el año 1967. Los Estados árabes, impulsados por
el entonces presidente de Egipto Gamal Abdel Nasser, decidieron terminar
con Israel. Bloquearon el Golfo de Akaba y exigieron el retiro de las
tropas de Naciones Unidas que evitaban el encontronazo de los enemigos.
Pese a los desesperados ruegos de Israel, las Naciones Unidas se marcharon
y dejaron libre la ruta de la matanza. Pero Israel, que no tenía vocación
suicida, no esperó a que fuera demasiado tarde, a que la mano del verdugo
lo agarrase del cuello. Estalló la Guerra de los Seis Días. La victoria
israelí fue impresionante. Pero no cambió la realidad: Israel seguía siendo
un pequeño Estado en medio del océano árabe. En consecuencia, tendió la
mano a sus enemigos y ofreció negociaciones de paz que incluían la
devolución de territorios. Los líderes árabes se reunieron en Jartum para
dar su respuesta. Y la respuesta fueron los arrogantes y famosos Tres Noes:
no al reconocimiento, no a las negociaciones y no a la paz con el Estado de
Israel.
Los palestinos volvieron a perder esa oportunidad. Ahora olvidan que un
halcón como Menahem Begin, para obtener la paz con Egipto, le reintegró
generosamente hasta el último grano de arena del Sinaí. Y que además le
obsequió pozos petrolíferos, rutas, aeropuertos, los complejos turísticos
de Taba y Sharm El Sheik, desmantelando incluso la ciudad judía de Yamit,
construida entre Gaza y el Sinaí. Vale la pena recordar que quien estuvo a
cargo de la penosa tarea de sacar a los colonos israelíes de la península
fue el entonces general Ariel Sharon.
Debo obviar otros hechos para referirme a la última, magnífica y ya
olvidada oportunidad desperdiciada. Sucedió en Camp David II. El primer
ministro israelí, Ehud Barak, más pacifista que Rabin, le ofreció a la
Autoridad Nacional Palestina todo lo que pretendía (menos la
autodestrucción, por supuesto). Arafat replicaba con un monocorde no.
Clinton le reprochó, irritado: «Basta de decir no: haga sus propias
propuestas». No las hubo. No las hubo porque hubieran conducido a la paz.
El líder israelí volvió triste: había ofrecido sin resultado mucho más de
lo que su pueblo aceptaría. Arafat volvió alegre porque continuaría la
guerra que lo mantiene en la primera página de los diarios de todo el
mundo. Su vida de combatiente le otorga más laureles que la aburrida
administración de un país. Era obvio que pocos días después iba a lanzar la
segunda, innecesaria y criminal Intifada.
Digámoslo sin cobardía: entre la creación de un Estado palestino pacífico y
la promocionada Intifada, ¡Arafat eligió la Intifada! Si ahora no existe un
Estado palestino independiente es por voluntad de la dirigencia palestina,
no de Israel. Hay que denunciar esta verdad simple y dura. De lo contrario,
se ahondará en la estéril tragedia que enluta a Oriente Próximo y demora
una solución que está al alcance de la mano.
La enfermedad de Alzheimer impide recordar que esta Intifada fue decidida
antes de Camp David, como confesó el ministro palestino de Comunicaciones.
No estalló contra Sharon, que ni siquiera era ministro, sino contra el
pacifista Barak, quien durante los cinco meses que le quedaban en el
Gobierno recurrió a todas las declaraciones y negociaciones posibles,
directas e indirectas, para que cesara la violencia y continuara el proceso
de paz. No hubo caso, no hubo un solo día sin ataques palestinos y el
>efecto inevitable fue el triunfo electoral del primer ministro Ariel
Sharon.
Desde hace décadas, en Israel actúa el Movimiento Paz Ahora, que dinamiza a
un millón de adherentes. ¿Qué movimiento por la paz existe entre los
palestinos? No pido que reúnan 100.000, ni 10.000. ¡Me conformaría con sólo
1.000! Pero eso no es posible porque su dirigencia ha estimulado la pérdida
de la memoria y un desmesurado crecimiento del odio. Los palestinos,
después de cada nueva frustración, se dedican a matar judíos. «Habrá paz»,
dijo Golda Meir, «cuando amen a sus hijos más de lo que nos odian a
nosotros». Esta también es una simple y dolorosa verdad.
Marcos Aguinis es escritor y ganador del Premio Planeta con la novela "La
cruz invertida".
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