Recibimos este texto:
Un toro y seres de odio
Por Eliahu Toker
Argentina
"Queridos amigos,
Hace mucho que necesito decir qué me pasa con la tragedia que está teniendo
lugar entre israelíes y palestinos, y el disparador fue una desgraciada nota
publicada por Tomás Eloy Martinez el sábado pasado en La Nación.
Mi nota está escrita con las tripas. Se las mando attachada.
Un abrazo
Eliahu Toker"
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¡Qué difícil hablar! ¡Qué difícil callar!
No viviendo en Israel, ¿tengo derecho a expresar libremente lo que pienso
acerca de su/nuestra tragedia? Por otra parte, ¿tengo derecho a no hacerlo?
Lo que sucede es que siento simultáneamente un enorme respeto por el deseo
de independencia del pueblo palestino y una enorme repugnancia por la
hipocresía y la criminalidad de sus líderes, encabezados por Arafat, que
llevaron a su pueblo y a Israel a un callejón sin salida.
Lo que sucede es que siento simultáneamente una honda preocupación dolorida
por la tragedia en que está sumergido el pueblo israelí, en su lucha
denodada por el elemental derecho a la vida, y al mismo tiempo siento un
profundo rechazo por la figura de Sharón y por el mantenimiento de
asentamientos judíos en tierras palestinas.
Se trata de una situación tan trágica como compleja. Resulta asombroso, y
hasta sospechoso, que periodistas y escritores de primer nivel muestren tal
desdén por la complejidad de esa tragedia que está teniendo lugar en Medio
Oriente; resulta extraño que muestren en sus apreciaciones por lo que allí
sucede tal grado de superficialidad, miopía, maniqueísmo, demonizando a
Israel en bloque y angelizando acríticamente el fundamentalismo palestino.
Todos parecen olvidar que el más reciente disparador de esta tragedia
(utilizo una y otra vez esta palabra) fue el tajante rechazo de Arafat, allá
por setiembre del 2000, al generoso ofrecimiento del primer ministro israelí
Barak, de dar luz verde a la creación del Estado Palestino, entregar el 95%
de los territorios en disputa incluida la parte árabe de Jerusalem, recibir
parte de los refugiados palestinos del año ’48 (no asimilados nunca por sus
países árabes huéspedes) y compensar económicamente a los demás. Arafat
rechazó este ofrecimiento exigiendo que amén de todo lo anterior Israel abra
sus puertas a los cuatro millones de refugiados, condición que sabía
inaceptable porque implicaba el suicidio a cortísimo plazo del Estado judío.
De inmediato, y antes de que tuviese lugar la arrogante y estúpida visita de
Sharón a la explanada del Templo, Arafat lanzó su sanguinaria intifada. El
rechazo de Arafat derrumbó el gobierno de Barak, y la intifada encaramó a
Sharón.
¿Qué podría ofrecer Israel, sin suicidarse, que Arafat no haya rechazado ya?
La indignación es un sentimiento acumulativo. A las permanentes
distorsiones, parcialidades e incluso barbaridades de los “bienpensantes”,
tipo Saramago, acaba de unirse para mi asombro un escritor de la calidad
humana de Tomás Eloy Martínez. En la edición del diario “La Nación” del
sábado 13 de abril, en una nota titulada “Seres de odio” desliza Tomás Eloy
Martínez algunas de esas típicas afirmaciones insostenibles que circulan
irresponsablemente por los medios. Reproduce, por ejemplo, sin discutirla,
esta joya de la mala fe que atribuye a un anónimo periodista norteamericano:
“Resulta falaz comparar a Arafat con Osama bin Laden. Sería más justo
compararlo con Ben Gurión o con Golda Meir que organizaron emboscadas de
terror cuando Israel debió luchar para que se creara un Estado Judío en 1947
y 1948. Los ingleses los llamaban terroristas. Ahora son próceres.” En
primer lugar, Ben Gurión y Golda Meir no sólo jamás acudieron al terror en
su lucha por la creación del Estado de Israel sino que lucharon activamente
contra los pequeños grupos terroristas judíos, llegando Ben Gurión a ordenar
echar a pique el barco Altalena que traía armas para ellos. Golda Meir, por
su parte solía decir: “Con el correr de los años vamos a perdonarles a los
árabes el que hayan matado a nuestros hijos; lo que nunca vamos a poder
perdonarles es que nos hayan forzado a matar hijos de ellos.” Es una
aberración equiparar a ese par de dirigentes democráticos, que se dolían de
veras por la muerte de todo hombre y de todo israelí, con un dictador
hipócrita, de reconocida maestría en el arte de un enloquecedor doble
discurso: Mientras habla de paz empuja alegremente a su pueblo a un suicidio
inútil y a una indiscriminada matanza de inocentes. La falacia es equiparar
a quienes acuñaron como lema del ejército israelí “la pureza de las armas”
con un individuo que, al mejor estilo nazi, educa a su pueblo desde la
infancia misma en el odio indiscriminado del otro, en el éxtasis de la
propia muerte en martirio, empapándose las manos en la sangre del vecino. Un
vecino con el que dicen sus líderes querer hacer la paz pero contra el que
educan a sus niños en el odio desde la cuna misma, enseñándoles con las
primeras letras que las tierras del vecino les pertenecen y que su sagrada
misión en la vida y en la muerte es recuperarlas. Lo expresaron claramente
los líderes de Hamas en ese mismo diario “La Nación” del 7 de abril pasado:
“Desde nuestra concepción ideológica no está permitido reconocer que Israel
controle un metro cuadrado de la Palestina histórica” Y acota el periodista:
Abu Shanab insistió en que no bromeaba cuando dijo “En los Estados Unidos
hay muchas zonas libres que podrían absorber a los judíos.”
La mencionada nota de Tomás Eloy Martínez contiene varias otras medias
verdades tan falsas como peligrosamente provocativas, pero lo que importa
dejar sentado aquí es que la tragedia que está teniendo lugar entre los
pueblos israelí y palestino necesita ser leída sin cómodas simplificaciones.
Como toda situación histórica compleja más que de zonas blancas y negras
está cruzada de grises.
Y algo más: Israel carga, es cierto, el síndrome de Auschwitz en su
inconsciente colectivo y reacciona violentamente cuando siente amenazada su
vida. La desesperada elección de un Sharón para salir de esta encrucijada
forma parte de la tragedia, tal como la forma ese regodearse palestino con
la muerte, el cantarla, el armar a los niños, el educarlos para el suicidio
y el asesinato.
Israel tiene, por supuesto, entre su gente fundamentalistas siniestros, pero
tiene también pacifistas activos; del lado palestino, desdichadamente, sólo
se oyen las sanguinarias voces de los fundamentalistas angelizados y
respaldados acríticamente por intelectuales bienpensantes.
Israel es un toro formidable aguijoneado por fantasmas y en su persecución
de esos fantasmas la emprende golpeando a ciegas. Israel es un toro decidido
a no dejarse desangrar en la plaza de toros del Medio Oriente. El público
grita contra el toro y azuza a los picadores suicidas, los aplaude y
estimula. Israel es un toro de larga memoria, dolorido, injusto tal vez en
su reacción, pero empecinado en no someterse a la suerte fatal señalada para
los toros. En la memoria ancestral del pueblo judío hay demasiadas plazas
de toros, demasiadas inquisiciones, demasiados holocaustos.
La única salida es la famosa paz de los valientes, aquella en la que, sin
hipocresías y bajo una equilibrada mirada exigente del mundo, cada pueblo
resigne parte de sus exigencias y ambiciones. Antes que siga rigiendo la
cobarde paz de los cementerios.
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