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Recibimos y agradecemos este texto:

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por Gustavo D. Perednik

Curiosa demanda la de los pacifistas pro-Saddam, que de entre todas las guerras, hay una que sí aprueban: la que por casi un siglo intenta destruir al judío de entre los países

Vedlos de a cientos de miles, manifestando por doquier «por la paz». Desde Tokio a Sudamérica, desde Noruega al Cabo de Esperanza, pareciera que los une una vocación de armonía universal. Son valientes: no temen al peligro de que armas biológicas lleguen a las garras de autócratas y terroristas -ni siquiera mencionan esa posibilidad.

Para ellos, no hay riesgo de que organizaciones enloquecidas fabriquen bombas atómicas; éstas no son sus rivales. Su enemigo es «la guerra», que, según arguyen, debe siempre ser el último recurso. Son el eco de los viejos políticos franceses de hoy, quienes ya en 1938 esgrimían iguales argumentos. Quienes proveyeron a Saddam de un reactor nuclear que fue demolido a tiempo (1981) por la Fuerza Aérea israelí, bajo la unánime condena internacional. A los viejos europeos no los inquieta el arsenal químico, quizá porque intuyen cuál es el pueblo preferido para tener que absorber esa embestida.

Lo curioso de esta gente es que rechaza toda guerra -salvo una. Hay por lo menos una guerra que perdonan, justifican, aceptan, aplauden. Una guerra que para estos humanistas selectivos no debe ser postergada, ni evitada, ni disminuida: la guerra contra Israel, la que desde hace casi un siglo se empecina en destruir al judío de entre los países.

Esa contienda sí está bien, nos explican, porque es «contra la ocupación». Las otras guerras, las del mundo civilizado defendiéndose ante la barbarie, esas son aventuras de vaqueros, histerias imperiales, ambiciones petroleras.

Pero contra Israel, entiéndase, ahí no hay más remedio sino poner bombas en restoranes y fiestas infantiles. Porque ya se han agotado todos los demás recursos y el judío continúa tercamente resistiéndose a suicidarse. Vedlos, enarbolando sus pancartas ¿pacifistas?

Como es difícil clasificarlos, he echado mano al neologismo criptodrinos. Son simples siglas de: catolicones reaccionarios, izquierda póstuma, trogloditas osamistas, derecha recalcitrante, islamistas, neonazis, y otras sectas (panarabistas, nacionalistas, trotskystas, stalinistas, preconciliares, &c.). Todos unidos una vez más, todos agitando el monosílabo «paz» bajo las banderas de Arafat y Hezbolá.

Aunque los criptodrinos son muy diversos, los unen ciertas debilidades reconocibles. Llenan las plazas de volantes, los ojos de lágrimas, y la mente de confusiones. Quieren la paz de Munich, la de la rendición frente a los tiranos. Ya nos hemos habituado a que no los conmueva el dolor de los israelíes que vuelan en pedazos en discotecas. Es más llamativo empero, que tampoco los perturbe el dolor de los kurdos y de los iraquíes oprimidos por la casta de Saddam. O el millón de víctimas de la guerra que el régimen genocida lanzó contra Irán, o los miles de muertos en cámaras de torturas de Irak. Estos oprimidos nunca despiertan la misericordia de los criptodrinos, que se limitan fríamente a ofrecer «paz».

Paz, para casi todos. Únicamente al país hebreo lo privan del privilegio de dirimir sus diferendos por vía diplomática. Porque para los criptodrinos, Israel encarna el último mito de una larga serie. Otrora los judíos éramos leprosos, deicidas, confabuladores. Hoy somos racistas, colonialistas, despojadores de una milenaria y pacífica nación.

Si hallaran en libros de historia que dicha «pacífica nación despojada» no es sino una novedosa invención de este siglo, atribuirían esa verdad irrefutable a las eternas maquinaciones del judío internacional que actúa entre bambalinas. Pero no hay forma de sacudirse esa verdad de encima. Los palestinos no existieron como nación hasta bien avanzado el siglo XX.

Hay una enciclopedia judaica íntegramente accesible en Internet, y es de 1906. Es recomendable para quien necesite buscar información en línea, y podrá así reparar impensadamente en un dato menor que sorprendería a los criptodrinos. Por ser de 1906, en la enciclopedia abundan «arqueólogos palestinos, rabinos palestinos, profesores palestinos». Todos ellos eran, por supuesto, judíos de la Tierra de Israel.

Es que hasta la década del veinte sólo a los judíos se les aplicaba el gentilicio palestinos. Fondo Nacional Palestino, Orquesta Filarmónica Palestina, diario Palestine Post -todos judíos.

Los árabes no hablaban de palestinos, sino de habitantes de la Gran Siria. No aspiraban a la independencia de una tierra que nunca había sido independiente salvo bajo gobierno hebreo.

Eso explica que ni siquiera en las declaraciones de las Naciones Unidas aparezcan los palestinos. Aun la celebérrima resolución 242 de noviembre de 1967, que fue votada como consecuencia de la «ocupación», no menciona a los palestinos (ni qué hablar de su «Estado»). Sólo habla de refugiados.

Durante la segunda mitad del siglo XX la voz palestinos sufrió una metamorfosis semántica sin parangón. Y los criptodrinos proyectan esa transformación al pasado más remoto.

Los judíos de Sión, en el momento de declarar su independencia en 1948, dejaron de llamarse palestinos y asumieron honrosamente la denominación de israelíes. De este modo abandonaron en tierra de nadie el término palestinos, que fue paulatinamente deslizándose hacia los árabes, quienes entonces como hoy tampoco buscaban su independencia sino la destrucción del otro.

La transmutación semántica ayudó a los criptodrinos a rescribir la historia, hasta que retroproyectaron su mitología y llegaron a narrarnos que por obra de los perversos judíos, ha sufrido las peores penurias un milenario pueblo árabe palestino que, misteriosamente, no figura en ningún documento de siglo tercero, quinto, séptimo, noveno, once, trece, quince, diecisiete o diecinueve. Parecieran un pueblo oculto durante siglos, que emergió a la fulgente luz de los medios criptodrinos.

En 1977 lo aclaró muy bien Zoher Mossein (jefe de Operaciones Militares de Arafat): «No hay diferencia entre jordanos y palestinos... somos miembros de una sola nación. Solamente por razones políticas nos cuidamos de enfatizar nuestra identidad como palestinos, ya que un separado Estado de Palestina será un arma adicional para luchar contra el sionismo».

La ONU fue sumándose al invento de un antiguo pueblo despojado, y las agencias de noticias pasaron a presentar al movimiento nacional judío como si hubiera sido una aberración imperialista destinada a explotar a una nación pacífica y longeva. Raramente se menciona en los medios que jamás hubo un Estado árabe palestino o que Jerusalén nunca fue capital de pueblo alguno salvo de los judíos. O que cuando los «territorios ocupados» estuvieron en manos árabes (hasta 1967) y ergo los palestinos podrían haber proclamado allí su independencia, ni se les ocurrió. Ni siquiera proclamaron a Jerusalén, que poseían, como capital. Es que los reclamos de los líderes palestinos fueron siempre el mero remedo de lo que Israel hace o logra.

Al respecto se pregunta Joseph Farah, periodista árabe americano «¿no resulta interesante que antes de la guerra de los Seis Días no hubo entre los árabes un movimiento serio para crear una patria palestina? ¿Cómo es posible que los palestinos súbitamente descubrieron su identidad nacional después de que Israel venciera en la guerra?... No hay idioma palestino, no hay cultura palestina distintiva. Nunca hubo una tierra llamada Palestina gobernada por palestinos».

Los apologistas del terrorismo árabe (léase «paz») nos cuentan que la raíz de la violencia genocida que ejercen las bandas palestinas es la privación de derechos civiles y nacionales a la que están sometidos. Y concluyen que si se respetaran esos derechos, no habría más terror. Pues no han notado que hay miles de problemas nacionales en el mundo que no fueron contaminados por el terrorismo. Pero cuando el enemigo es el judío, todo se perdona.

La raíz del terrorismo no es la pobreza ni la desesperación: es el totalitarismo que adoctrina a su pueblo en el odio. Y es el apoyo automático que desde el exterior le brindan los criptodrinos, gritando «paz» cada vez que el agredido se defiende.

El drino es una culebra que vive en los grandes bosques. El criptodrino, se oculta en la hipocresía europea, en la secular judeofobia, en los reclamos de «paz». Y aunque de posturas pacifistas sabe más que las culebras, de paz no entiende nada de nada.

 

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