| Recibimos y agradecemos este texto:  La rabia, el orgullo y 
    la duda 
 por ORIANA FALLACI
 El Mundo // 18-03-2003
 
 
 Para evitarme el dilema y ahorrarme la dolorosa pregunta de si «debe o no 
    debe hacerse esta guerra», para superar las reservas, las repugnancias y las 
    dudas que todavía me torturan, a menudo me digo a mí misma: «¡Ojalá los 
    iraquíes se liberasen por sí solos de Sadam Husein! ¡Ojalá que cualquier 
    Ahmed o cualquier Abdul lo liquidase y lo colgase por los pies en cualquier 
    plaza como en 1945 hicieron los italianos con Mussolini!». Pero eso no 
    sirve. O sólo sirve en un sentido. De hecho, en 1945, los italianos se 
    liberaron de Mussolini, porque los aliados habían ocupado las tres cuartas 
    partes de Italia y, por lo tanto, habían hecho posible la insurrección del 
    Norte. En otras palabras, porque habían hecho la guerra. Una guerra sin la 
    cual habríamos tenido que aguantar a Mussolini mientras viviese (y lo mismo 
    a Hitler).Una guerra durante la cual los aliados nos habían bombardeado sin 
    piedad y en la que habíamos muerto como moscas. Ellos, también.En Salerno, 
    en Anzio, en Cassino. En el avance hacia Florencia, en la Línea de Gotica. 
    En la tremenda Línea de Gotica que los alemanes habían trazado desde el 
    Tirreno al Adriático. En menos de dos años, 45.806 muertos norteamericanos y 
    17.500 entre ingleses, canadienses, australianos, neozelandeses, 
    sudafricanos, hindúes, brasileños y polacos. También los franceses que 
    habían optado por De Gaulle y los italianos del Quinto o del Octavo 
    Ejército.(¿Saben cuántos cementerios militares aliados hay en Italia? Más de 
    130. Y los más grandes y los más llenos son precisamente los de los 
    americanos. Sólo en Nettuno, 10.950 tumbas. Sólo en Falciani, cerca de 
    Florencia, 5.811... Cada vez que paso por delante y veo ese lago de cruces, 
    me estremezco de dolor y de gratitud). Porque en Italia también había un 
    Frente de Liberación Nacional. Una Resistencia a la que los aliados 
    suministraban armas y municiones. Porque, a pesar de mi tierna edad, yo 
    también colaboraba. Recuerdo perfectamente el Dakota que, desafiando a los 
    antiaéreos, lanzaba a los paracaidistas en la Toscana.Exactamente en el 
    Monte Giovi, donde, para hacernos localizar, encendíamos fuegos y donde una 
    noche lanzaron en paracaídas incluso un comando cuya misión era instalar una 
    radio clandestina, llamada Radio Cora. Diez simpatiquísimos americanos que 
    hablaban un perfecto italiano. Y que, tres meses después, fueron capturados 
    por las SS, torturados de una forma salvaje y fusilados junto a la partisana 
    Anna Maria Enriquez-Agnoletti. Por eso el dilema persiste. Atormentador y 
    agobiante.
 
 
 
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 Persiste por los motivos que me dispongo a exponer. El primer motivo es que, 
    contrariamente a los pacifistas que nunca berrean contra Sadam Husein o Bin 
    Laden y se meten sólo con Bush o con Blair (en la manifestación de Roma 
    gritaban incluso contra mí, al parecer deseando que saltase en mil pedazos 
    con el próximo transbordador), yo conozco la guerra. Sé muy bien qué 
    significa vivir en el terror, correr bajo el fuego de los cañones o las 
    bombas de mil kilos, ver morir a la gente y explotar las casas, reventar de 
    hambre y no tener ni siquiera agua para beber. Y lo que es peor, sentirse 
    responsable por la muerte de otro ser humano (aunque ese ser humano sea un 
    enemigo, por ejemplo un fascista o un soldado alemán). Lo sé porque 
    pertenezco, precisamente, a la generación de la Segunda Guerra Mundial. Y 
    porque gran parte de mi vida he sido corresponsal de guerra. No uno de esos 
    corresponsales que ven la guerra desde los hoteles, sino de los que 
    realmente se patean el frente. Por tanto, desde Vietnam hasta ahora, he 
    visto horrores que el que sólo conoce la guerra a través de la televisión o 
    de las películas, donde la sangre es salsa de tomate, ni siquiera puede 
    imaginar. Odio la guerra de una forma que nunca podrán odiar los pacifistas 
    de buena o mala fe. La odio tanto que cada uno de mis libros rezuma ese 
    odio. La odio tanto que incluso las escopetas de caza me molestan y los 
    disparos de los cazadores hacen que me suba la sangre a la cabeza. Pero no 
    acepto el farisaico principio o el eslogan de los que dicen: «Todas las 
    guerras son injustas, todas las guerras son ilegítimas».La guerra contra 
    Hitler y Mussolini era una guerra justa, por todos los santos. Una guerra 
    legítima. Incluso, obligatoria.Las guerras del resurgimiento italiano que 
    mis abuelos hicieron en el siglo XIX para expulsar al extranjero invasor 
    eran guerras justas, por todos los santos. Guerras legítimas. Obligatorias.Y 
    lo mismo se puede decir de la Guerra de la Independencia que los colonos 
    americanos hicieron contra Inglaterra. Y lo mismo las guerras (o las 
    revoluciones) que tienen lugar para reencontrar la dignidad y la libertad. 
    Yo no creo en las rápidas absoluciones, en las cómodas pacificaciones, en el 
    perdón fácil. Y todavía creo menos en la explotación de la palabra paz, en 
    el chantaje de la palabra paz. Cuando en nombre de la paz se cede a la 
    prepotencia, a la violencia y a la tiranía. Cuando en nombre de la paz un 
    pueblo se resigna al miedo y renuncia a la dignidad y a la libertad, la paz 
    ya no es paz. Es un suicidio.
 
 
 
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 El segundo motivo es que, a pesar de ser justa como espero y legítima como 
    deseo, esta guerra no debería tener lugar ahora.Habría tenido que 
    desarrollarse hace un año. Es decir, cuando las ruinas de las dos torres 
    estaban todavía humeantes, y todo el mundo civilizado se sentía americano. Y 
    si se hubiese hecho entonces, hoy los simpatizantes de Bin Laden y de Sadam 
    Husein no llenarían las plazas con su pacifismo de sentido único. Las 
    estrellas de Hollywood no se habrían exhibido en el papel (en el fondo 
    grotesco) de jefes de Estado. Y la ambigua Turquía que está volviendo a 
    poner el velo a las mujeres no negaría el paso a los marines que se dirigen 
    al frente Norte. A pesar de las chicharras europeas que, junto a los 
    palestinos, gritaban «les ha estado bien empleado a los americanos», hace un 
    año nadie negaba que Estados Unidos había sufrido un segundo Pearl Harbor y 
    que, por tanto, tenían derecho a reaccionar. Más aún, a pesar de ser justa 
    como espero y legítima como deseo, ésta es una guerra que habría tenido que 
    desarrollarse incluso antes. Es decir, cuando Clinton era presidente y las 
    pequeñas Pearl Harbor surgían en todo el mundo. En Somalia, por ejemplo, 
    donde los marines en misión de paz eran asesinados y mutilados y, después, 
    entregados a las muchedumbres enloquecidas. En Yemen, en Kenia y en otros 
    muchos sitios. El 11-S no fue más que la brutal confirmación de una realidad 
    ya fosilizada. La indiscutible diagnosis del médico que te pone ante la cara 
    la radiografía y sin miramientos te dice: «Señor, señora, tiene usted un 
    cáncer». Si Clinton hubiese pasado menos tiempo con mozas lozanas, si 
    hubiese utilizado de una forma más responsable el Despacho Oval, quizá no 
    hubiese tenido lugar el 11-S. Y es inútil añadir que, menos aún, el 11-S 
    tampoco habría tenido lugar si George Bush Senior hubiese eliminado a Sadam 
    Husein en la Guerra del Golfo. ¿Recuerdan? En 1991, el Ejército iraquí se 
    desinfló como un balón pinchado. Se desintegró tan rápidamente que hasta yo 
    capturé a cuatro soldados suyos. Estaba detrás de una duna del desierto 
    saudí, sola e indefensa, cuando cuatro esqueletos indefensos y harapientos 
    vinieron hacia mí con las manos en alto. «¡Bush!», susurraron en tono 
    suplicante.«¡Bush!», palabra que, para ellos significaba «Tengo hambre y 
    sed. Hágannos prisioneros, por caridad». Les cogí, les entregué al teniente 
    y, éste, en vez de alegrarse, comenzó a gruñir: «¡Uf! Ya tenemos 50.000. ¿Le 
    va a dar usted de comer y de beber?».Y sin embargo, los americanos no 
    llegaron a Bagdad. George Bush Senior no derrocó a Sadam. («El mandato de 
    Naciones Unidas era liberar Kuwait y nada más»). Y para darle las gracias, 
    Sadam intentó hacerlo asesinar. A veces, me pregunto si esta guerra tardía 
    no es una represalia pacientemente esperada. Una promesa filial, una 
    venganza de tragedia shakesperiana o griega.
 
 
 
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 El tercer motivo es la forma equivocada en la que se realizó la hipotética 
    promesa al padre. ¿Quién se atrevería a refutarle? Desde el 11-S hasta los 
    comienzos del pasado otoño todo el énfasis se concentró en Bin Laden, en Al 
    Qaeda y en Afganistán. Sadam Husein e Irak fueron prácticamente ignorados. Y 
    sólo cuando quedó claro que Bin Laden gozaba de una excelente salud, porque 
    el intento de cogerlo vivo o muerto había fallado, Bush y Powell se 
    acordaron de su rival. Nos dijeron que Sadam Husein era malo, que cortaba la 
    lengua y las orejas a los enemigos, que mataba a los niños delante de sus 
    propios padres (cierto). Que decapitaba a las prostitutas y, después, 
    exhibía sus cabezas en las plazas (cierto). Que sus prisiones estaban 
    repletas de presos políticos encerrados en celdas tan pequeñas como grandes, 
    que los experimentos químicos y biológicos los realizaba sobre tales 
    víctimas con especial predilección (cierto). Que mantenía relaciones con Al 
    Qaeda y que financiaba el terrorismo, premiaba a las familias de los 
    kamikazes palestinos con 25.000 dólares a cada familia (cierto). Y por 
    último, que jamás había renunciado a su arsenal de armas letales y que, por 
    lo tanto, Naciones Unidas tenía que volver a enviar a los inspectores a 
    Irak. De acuerdo, pero seamos serios. Si en los años 30 la ineficaz Liga de 
    las Naciones hubiese enviado sus inspectores a Alemania, ¿Hitler les habría 
    mostrado Peenemünde, donde Von Braun fabricaba los V1 y los V2 para 
    pulverizar Londres? ¿Seguro que les hubiese mostrado los campos de 
    concentración de Dachau y Mauthausen, Auschwitz y Buchenwald? A pesar de 
    todo, la comedia de los inspectores se puso en marcha y con tal intensidad 
    que el papel de estrella pasó de Bin Laden a Sadam Husein. Y ni siquiera la 
    detención de Khalid Muhammed, el arquitecto del 11-S, provocó el júbilo 
    popular. Y la noticia de que Bin Laden fue localizado en Pakistán y corrió 
    el riesgo de tener la misma suerte, también pasó desapercibida. Una comedia 
    repleta de miserias la de los inspectores. Una comedia de vil doble juego y 
    de complicidad.Una comedia llena de estrategias equivocadas por parte de 
    Bush que, teniendo el pie en los estribos, pedía al Consejo de Seguridad 
    permiso para hacer la guerra y, al mismo tiempo, enviaba las tropas a las 
    fronteras de Irak. En menos de dos meses, un cuarto de millón de soldados. 
    Con los ingleses y australianos, más de 300.000. Y eso sin tener en cuenta 
    que los enemigos de América (o de Occidente debería decir) no están sólo en 
    Bagdad.
 
 
 
 Porque sus enemigos están también en Europa, señor Bush. Están en París, 
    donde el melifluo Chirac pasa ampliamente de la paz, pero sueña con 
    satisfacer su vanidad con el Premio Nobel de la Paz. Donde nadie quiere 
    derrocar a Sadam, porque Sadam es el petróleo que las compañías petrolíferas 
    francesas extraen de Irak. Y donde, olvidando el pequeño lunar llamado 
    Pétain, Francia sigue teniendo la napoleónica pretensión de dominar la Unión 
    Europea. Asumir su hegemonía. Sus enemigos, señor Bush, están en Berlín, 
    donde el partido del mediocre Schröder ha ganado las elecciones comparándole 
    con Hitler. Donde las banderas americanas se ensucian con la esvástica, 
    símbolo de la Alemania nazi. Y donde los alemanes van de la mano de los 
    franceses, creyendo que son nuevamente los amos. Sus enemigos, señor Bush, 
    están en Roma, donde los comunistas salieron por la puerta para entrar por 
    las ventanas como los pájaros de la homónima película de Hitchcock. Donde 
    los curas católicos son más bolcheviques que los comunistas. Y donde 
    afligiendo al próximo Papa con su ecumenismo, su tercermundismo y su 
    fundamentalismo, Karol Wojtyla recibe a Aziz como si fuese una paloma con la 
    rama de olivo en el pico o un mártir a punto de ser devorado por los leones 
    del Coliseo (y después lo manda a Asís, donde los frailes le acompañan hasta 
    la tumba de San Francisco, pobre San Francisco). Y en los demás países, lo 
    mismo o peor. ¿Todavía no le han informado sus embajadores? Señor Bush, en 
    Europa hay enemigos de Estados Unidos por todas partes. Lo que usted llamaba 
    diplomáticamente «diferencias de opinión» es odio puro. Un odio parecido al 
    que exhibía la Unión Soviética hasta la caída del Muro. Su pacifismo es 
    sinónimo de antiamericanismo y, acompañado de un profundo renacimiento del 
    antisemitismo, triunfa igual que el Islam.
 
 
 
 ¿Sabe por qué? Porque Europa ya no es Europa. Se ha convertido en una 
    provincia del Islam, como España y Portugal en tiempo de los moros. Europa 
    alberga 16 millones de inmigrantes musulmanes, es decir, el triple de los 
    que hay en América (y América es tres veces mayor). Europa hierve de mulás, 
    de ayatolás, de imames, de mezquitas, de turbantes, de barbas, de burkas, de 
    chadores.Y cuidado con protestar. Europa esconde miles de terroristas que 
    nuestros gobiernos no consiguen ni controlar ni identificar.Por eso, la 
    gente tiene miedo y enarbola la bandera del pacifismo, pacifismo igual a 
    antiamericanismo, y así se siente protegida.Y por si eso fuera poco, Europa 
    olvidó a los 221.484 americanos muertos por ella en la Segunda Guerra 
    Mundial... Le importa un bledo sus cementerios en Normandía, en las Ardenas, 
    en los Vosgos, en el valle del Rin, en Bélgica, en Holanda, en Luxemburgo, 
    en Lorena, en Dinamarca o en Italia. En vez de gratitud, Europa siente 
    envidia, celos y odio. Ninguna nación europea apoyará esta guerra, señor 
    Bush. Ni siquiera las realmente aliadas, como España, o las dirigidas por 
    tipos como Berlusconi que le llama «mi amigo George». En Europa usted sólo 
    tiene un amigo y un aliado: Tony Blair. Pero incluso Blair dirige un país 
    invadido por los moros y lleno de envidia, celos y odio hacia Estados 
    Unidos.Incluso su partido lo persigue y le vuelve la espalda. Por cierto, 
    tengo que pedirle disculpas, señor Blair. Porque, en mi libro La rabia y el 
    orgullo, fui injusta con usted. Equivocada por su exceso de cortesía hacia 
    la cultura islámica, escribí que era usted una chicharra entre las 
    chicharras, que su coraje era flor de un día y que, una vez que ya no le 
    sirviese a su carrera política, lo dejaría de lado. Pero la verdad es que 
    está sacrificando su carrera política en aras de sus propias convicciones. 
    Con una impecable coherencia. Pido disculpas de verdad y retiro incluso la 
    dura frase que aumentaba la injusticia: «Si nuestra cultura tiene el mismo 
    valor que una cultura que obliga a llevar el burka, ¿por qué pasa las 
    vacaciones en mi Toscana y no en Arabia Saudí o en Afganistán?». Y le digo: 
    «Venga cuando quiera. Mi Toscana es su Toscana y mi casa, su casa. My home 
    is your home».
 
 
 
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 El motivo final de mi dilema radica en los términos con los que Bush y Blair 
    y sus consejeros definen esta guerra. «Una guerra de liberación, una guerra 
    humanitaria para llevar la libertad y la democracia a Irak». Pues no, 
    queridos señores, no. El humanitarismo no tiene nada que ver con las 
    guerras. Todas las guerras, incluso las justas, incluso las legítimas, son 
    muerte y desgracia y atrocidad y lágrimas. Y ésta no es una guerra de 
    liberación (ni siquiera es una guerra por el petróleo, como muchos 
    sostienen. Contrariamente a los franceses, los americanos no necesitan el 
    petróleo iraquí).Es una guerra política. Una guerra hecha a sangre fría para 
    responder a la Guerra Santa que los enemigos de Occidente declararon el 
    11-S. Es una guerra profiláctica. Una vacuna, como la vacuna contra la polio 
    y la varicela, una intervención quirúrgica que se abate sobre Sadam Husein, 
    porque entre los diversos focos cancerígenos, Sadam Husein es el más obvio. 
    El más evidente y el más peligroso. Además, Sadam constituye el obstáculo 
    (piensan Bush y Blair y sus consejeros) que, una vez retirado, les permitirá 
    rediseñar el mapa de Oriente Próximo. Es decir, hacer lo que los ingleses y 
    los franceses hicieron tras la caída del Imperio Otomano. Rediseñar y 
    difundir una Pax Romana, perdón, una Pax Americana, donde reine la libertad 
    y la democracia. Donde nadie moleste con atentados ni matanzas. Donde todos 
    puedan prosperar, vivir felices y contentos. Tonterías. La libertad no se 
    puede regalar, como un trozo de chocolate y la democracia no se puede 
    imponer con ejércitos. Como decía mi padre, cuando invitaba a los 
    antifascistas a entrar en la Resistencia, y como digo yo cuando hablo con 
    los que creen honestamente en la Pax Americana, la libertad tiene uno que 
    conquistarla. La democracia nace de la civilización y, en ambos casos, hay 
    que saber de qué se trata.La Segunda Guerra Mundial fue una guerra de 
    liberación no porque regalase a Europa dos trozos de chocolate, es decir dos 
    novedades llamadas libertad y democracia, sino porque las restableció.Y las 
    restableció porque los europeos las habían perdido con Hitler y Mussolini. 
    Pero las conocían bien y sabían de qué se trataba. Los japoneses, no. Estoy 
    de acuerdo. Para los japoneses los dos trozos de chocolate fueron un regalo 
    que les reembolsaba, sobre todo, Hiroshima y Nagasaki. Pero Japón ya había 
    iniciado su marcha hacia el progreso, y ya no pertenecía al mundo que en La 
    rabia y el orgullo llamo La Montaña. Una montaña que, desde hace 1.400 años 
    no se mueve, no cambia, no emerge de los abismos de su ceguera. En 
    definitiva, el Islam. Los modernos conceptos de libertad y democracia son 
    absolutamente extraños al tejido ideológico del Islam, totalmente opuestos 
    al despotismo y a la tiranía de sus estados teocráticos. En ese tejido 
    ideológico es Dios el que manda, es Dios el que decide el destino de los 
    hombres y de ese Dios los hombres no son hijos, sino súbditos y esclavos. 
    Insciallah -lo que Dios quiera-, Insciallah. Es decir, en el Corán no hay 
    lugar para el libre albedrío, para la elección y, por lo tanto, para la 
    libertad. No hay lugar para un régimen que, al menos jurídicamente, se basa 
    en la igualdad, en el voto, en el sufragio universal, es decir, no hay lugar 
    para la democracia.De hecho, los musulmanes no entienden estos dos conceptos 
    modernos.Los rechazan, e invadiéndonos, conquistándonos, los quieren borrar 
    incluso de nuestra vida.
 
 
 
 ***
 
 Apoyados en su profundo optimismo, el mismo optimismo con el que en Fort 
    Alamo combatieron con tanto heroísmo y terminaron todos masacrados por el 
    general Santa Ana, los americanos están seguros de que en Bagdad serán 
    acogidos como en Roma y en Florencia y en París. «Nos aplaudirán, nos 
    echarán flores», me dijo, todo contento, un cabeza de huevo de Washington. 
    Quizá. En Bagdad puede pasar de todo. ¿Y después? ¿Qué pasará después? Más 
    de dos tercios de los iraquíes que en las últimas elecciones dieron el 100% 
    de los votos a Sadam son chiítas que, desde siempre, sueñan con establecer 
    la república islámica de Irak. Y en los años 80, incluso los soviéticos 
    fueron bien acogidos en Kabul.También los soviéticos impusieron su pax con 
    el Ejército. Convencieron a las mujeres de quitarse el burka, ¿recuerdan? 
    Pero, 10 años después, tuvieron que irse y ceder el sitio a los talibán. ¿Y 
    si, en vez de descubrir la libertad, Irak se convirtiese en un segundo 
    Afganistán? Pregunta: ¿Y si en vez de descubrir la libertad, todo el Oriente 
    Próximo saltase por los aires y el cáncer se multiplicase? De país en país, 
    como una especie de reacción en cadena... Como occidental orgullosa de su 
    civilización y, por lo tanto, decidida a defenderla hasta el último suspiro, 
    en ese caso tendré que unirme sin reservas a Bush y a Blair, atrincherados 
    en un nuevo Fort Alamo. Sin repugnancia, debería luchar y morir con ellos.
 
 Es lo único sobre lo que no tengo duda alguna
 
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