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Resulta llamativo que por lo general no aprendemos, y por tanto, difícilmente tomemos en cuenta cómo funciona nuestra mente.
Tampoco se nos suele enseñar a entrenar la inteligencia emocional, ni tan siquiera nos educan a poner nombre a aquello que sentimos.
Como podemos vamos poniendo parches a nuestra ignorancia, llenando agujeros de manera precaria, o directamente dejándolos abiertos y sin atención.
No suelen dedicar mucho tiempo en las escuelas a estos asuntos, al menos, hasta donde yo sé.
Pareciera más importante, y hasta urgente, conocer el nombre del general en una batalla en extremo oriente en el siglo 3 antes de la era común, que a identificar lo que estás sintiendo, nombrar lo que te está pasando, administrar tus recursos emocionales y perfeccionar tu instrumento mental.
Me da la sensación de que para algunos sistemas educativos es más poderoso conocer que ritmo se tocaba en el clavicordio en Florencia del Renacimiento, a instrumentar respuestas saludables ante los embates constantes del EGO.
Se deja de lado, según tengo entendido, el funcionamiento de la mente, con las dificultades que ello conlleva, cuando debiera ser de primera línea.
Por supuesto que la educación espiritual suele ser dejada absolutamente negada.
Confundiendo religión e ideología con espiritualidad, entonces ya no entra dentro de las currículas el conocimiento espiritual.
Lo cual reniega del ser humano en su esencia, y niega la oportunidad de las personas a descubrir su verdadera personalidad.
Dejemos en claro que escuelas de formación religiosa por lo general no instruyen en espiritualidad, sino en su contrario.
Por su parte, los padres y otros adultos cuidadores, habitualmente tampoco dedican esfuerzo al respecto.
Será que ellos tampoco lo saben, o que resulta chocante hacerlo.
Por lo que fuera, crecemos en el vacío de conocimiento y no ejecicio en obtener maestría en la mente, la emotividad y nuestra consciencia espiritual.
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