La hija del rey estaba acostumbrada a todos los placeres. No conocía privaciones, solamente placer y goce.
De tanto bien gratuito, ella ya no tenía noción de la bondad que su padre le proveía constantemente.
Todo lo bueno, lo excelente, le era por completo insípido.
Pero además, cuando se detenía a reflexionar en su situación, se sentía un tanto disgustada, o quizás humillada.
Ella veía a los demás hacer algún esfuerzo para alcanzar alguna compensación, alguna retribución por sus actos.
Pero ella, no hacía nada, solamente recibía y recibía gratuitamente, constantemente, sin gusto sin satisfacción real.
El rey, que además de poderoso y bondadoso, era sabio, decidió darle a su hija un remedio para su absoluta falta de placer, a causa de recibir de balde todo, a causa de tener todo.
Por lo que le buscó un hombre que la desposara, junto al cual la joven hija del rey aprendería el valor del bien, se instruiría en degustar lo bueno y quitaría el peso de la vergüenza de su ser.
Encontró un joven muy activo, atento, dispuesto a complacerla. Pero la cualidad especial que lo distinguió, a ojos del rey padre, era que el joven provenía de una familia extremadamente pobre.
El rey puso una cláusula en el contrato matrimonial, por la cual se estipulaba una mínima suma de dinero para la pareja, sin acceso a la ingente fortuna en su poder.
Fue la fiesta de esponsales, pasaron a convivir y el joven trató de darle dicha y felicidad.
Pero dependían del trabajo del joven, ya no de la inmensa fortuna del rey.
Él joven la proveía de todo lo que alcanzaba con su trabajo, no pasaba hambre ni angustias, pero lejos estaban las épocas de plenitud, de delicias constantes, de todo lo bueno al alcance de la mano.
Por supuesto que la hija extrañaba aquella vida ociosa y casi perfecta en el palacio, pero ahora encontraba que su pan era más sabroso, especialmente el pan que ella misma amasaba y horneaba para su marido.
Llegó el día en el cual la hija visitó al rey en su palacio.
Ahora los manjares eran degustados completamente, integralmente. Ya no pasaba vergüenza por recibir del padre, ya no estaba desganada ante los placeres.
Por el contrario, ahora sabía, comprendía, se compenetraba del valor de cada bondad, del dulce sabor de cada gozo.
Pero inigualable placer le dio cuando su padre elogió el postre que ella misma había preparado, sin la calidad del chef del palacio, pero con todo el esfuerzo y amor del que desea agradar a quien ama.
El rey, es el Eterno.
La hija del rey es nuestro espíritu.
El marido pobre es nuestro cuerpo terrenal.
Cuando el espíritu se funde con el cuerpo, durante el período de vida terrena, es cuando el espíritu aprende el valor del bien perpetuo que recibirá en el Paraíso, es cuando actúa de modo tal de obtener su gratificación sin humillación.
Venimos al mundo a trabajarlo, a construir Shalom, a ser siervos leales del Padre Celestial.
Venimos al mundo para aprender a gozar de lo permitido.
Venimos al mundo para adquirir placer sin humillación, merecido, justo, a través de nuestras acciones.