Así funciona el miedo: una limitación imaginaria está amargando la realidad ilimitada.
El mañana fantaseado está vivo en la mente del miedoso, quitando energía y placer al único momento presente.
El miedo te consume las fuerzas, se para en el centro de atención, reclama que se le atienda, se desespera por tu expectación porque si tú te enfocas en otra cosa, si dedicas tu mente hacia otras tareas, ¡él deja de existir!
Pero claro, ¿cómo vamos a deshacernos de un compañero de tantos años?
Por eso nos sigue a todas partes, lo cargamos en la mochila pesada de emociones tóxicas, de pensamientos que no son pensados.
Allí tenemos al miedo, guardado como si fuera una herramientas útil, cuando no es herramienta y mucho menos útil.
Está atesorado como si fuera valioso, y es tan pordiosero como la presunción, el prejuicio, la envidia o el rencor.
Pero nada bueno sale del miedo, ¡nada!
No tiene ningún provecho, ¡ninguno!
Porque el miedo no es susto, que es una alerta de algo potencialmente peligroso repentino en escena.
Tampoco es precaución, que es la atención racional sobre posible amenaza cercana.
Ni es reverencia a Dios, que es un cuidado especial en considerar el trato hacia Él y Sus cosas.
Ni es horror, que es una expresión intensa emocional ante una experiencia de impotencia.
El miedo es fantasía.
El miedo es presentir una impotencia que nos acontecerá (o acontecería) sin contar con elementos racionales concretos que lo sostengan.
Por tanto, es bueno que lo sepamos para decidir qué hacer.
¿Seguir encerrados en jaulitas horrendas que nos van convirtiendo en reales peleles, incapacitados, doblegados para hacer realidad lo que temíamos?
¿O atrevernos a dar una patada al miedo, esfumarlo, afrontar nuestra debilidad y encontrar el punto de poder que nos llene de confianza?
En ti está la decisión…
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