Cierta vez un rey muy sabio y misterioso le dijo a sus seguidores que aquel que quisiera recibir un poderoso talismán debería venir a su palacio para encontrarlo allí.
Muchos valientes se interesaron en la propuesta y comenzaron la difícil tarea.
Sin dudas que era un peligroso peregrinaje, el cual probablemente no muchos terminarían, pues, el castillo estaba rodeado de siete enormes murallas y entre cada una de ellas se ocultaban innumerables obstáculos y riesgos.
De a uno o de a varios los atrevidos aspirantes iban desapareciendo, tragados por los diversos conflictos y problemas.
Sin embargo uno de ellos seguía con coraje y astucia, andando con cuidado pero sin abandono, pues se había impuesto la meta de hacerse merecedor del talismán. Éste era el príncipe, el hijo querido de aquel rey, quien movido por su amor por el padre, por su confianza en él y con las herramientas que fue aprendiendo y adquiriendo, estaba avanzando.
Pasó uno tras otro las trampas, esquivó a las fieras agazapadas, se las ingenió para que ningún inconveniente le arruinara su empresa.
Hasta que finalmente alcanzó su objetivo, con sano orgullo y tremendo agotamiento, pero feliz de reencontrarse con el padre y ahora ser merecedor de ese premio mágico.
El padre le abrazó, le ofreció para que coma y beba, se dé un baño, descanse un poco y recién entonces el hijo pide aquel fabuloso talismán, pues lo había ganado a puro mérito y con justicia.
El rey le sonríe y le dice: “Tú recibiste ese amuleto desde el día de tu concepción, y por lo visto lo has sabido utilizar con inteligencia. El secreto con el que te iba a premiar es la voluntad, esa con la que has logrado llegar hasta aquí”.
El hijo lo miró decepcionado, porque esperaba alguna cuestión mágica, algo que le hiciera sentir todopoderoso y esto que su padre le había dicho no le parecía más que una tontera, nada útil.
El padre comprendió con su mirada todo y con un gesto le pidió que se acercara a la ventana: “Mira para fuera y dime cuántas murallas, trampas y obstáculos puedes ver desde aquí ahora”.
El hijo se decepcionó aún más, porque hacía un corto rato había terminado su dura aventura y sabía perfectamente los enormes sacrificios que tuvo que hacer para estar ahora ahí; pero, el rey era su padre y por tanto fue a mirar por la ventana.
Miró y descubrió que no ya había murallas, ni trampas, ni obstáculos.
Ahora él también sonrió, confiado en su padre le abrazó.
(Basado en un cuento del Baal Shem Tov).