En el núcleo de nuestra personalidad se encuentra nuestro Yo Esencial, nuestro lazo con lo eterno, nuestro ser puro, la identidad espiritual, lo que nos proveyó directamente Dios y nadie más. Es lo que seguimos siendo tras el pasaje por esta vida mundana. Así como también es el componente básico de nuestro Yo Auténtico, al cual se suma la carga genética que recibimos de nuestros padres, éste es patrimonio individual y único durante nuestra existencia terrenal.
Por sobre esta identidad auténtica se va construyendo nuestro Yo Vivido (que podemos comprenderlo como las diferentes máscaras, roles, actuaciones, que usamos y nos enmascaran) , a través de las interacciones con el entorno, con las otras personas, con aquello que vamos experimentando y codificando de acuerdo a lo que somos (Yo Auténtico) y vamos siendo (Yo Vivido).
Está claro que no somos solamente espirituales, tampoco solamente determinados por nuestros cromosomas, como tampoco producto exclusivo del aprendizaje, sino una entidad compleja, multidimensional, formada por la mezcla de todas estas identidades.
El equilibrio, la salud, se encuentra cuando se sintoniza el Yo Vivido con el Yo Auténtico, cuando la persona adopta algunas de sus máscaras para que no finjan sino que sean herramientas de expresión del Yo Auténtico.
Es decir, lo de dentro se manifiesta en lo de fuera, lo eterno en lo pasajero.
Entendamos bien, el Yo Vivido es parte de lo que somos, pero no es lo único que somos. Podemos decir que no todo lo del Yo Vivido sea realmente “yo”, uno mismo, acorde al Yo Auténtico, sino máscaras, falsos rostros que adoptamos para sobrevivir, para contentar a algún otro, para cumplir algún papel de ficción en una obra que escribe otro.
Es extraño, porque es un yo que al mismo tiempo es otro.
El Yo Vivido, se comienza a construir desde el momento mismo del nacimiento, como hemos dicho, a través de la interacción con otras personas y el entorno, dado quien somos y quien vamos siendo.
Por este motivo, aquellas personas que cumplen el rol de madre/padre, los que nos crían en nuestras etapas iniciales, suelen tener un fuerte valor en la determinación de nuestra personalidad, de las máscaras más antiguas y profundamente enterradas en nuestro inconsciente, aquellas que van pautando nuestro transcurrir por la vida. Si bien vamos sumando otras máscaras, modificando algunas existentes, eliminando algunas, ciertamente aquellas más antiguas y profundamente arraigadas suelen ser las que marcan tendencias más influyentes (y habitualmente inconscientes).
Esto quiere decir que el conocer cómo hemos sido criados, el modo de interactuar con nuestros padres (particularmente durante nuestra la infancia), nuestros recuerdos reprimidos de la primera niñez, nos permitirá tener alguna noción, más o menos provechosa, de las tendencias abismales del Yo Vivido y su estructuración.
Vemos con frecuencia en las máscaras de los adultos el resultado de los aprendizajes, de los hábitos, de las actitudes, que se forjaron en su relación con los padres, y muy marcadamente en aquellas cosas que angustian, irritan, apesadumbran, aprisionan, son empleadas por el EGO para someter a la persona a miedos, dudas infundadas, malestar, conflictos, impotencia.
Probablemente, en casos de padecimientos emocionales, encontraremos que los padres seguirán mostrando aquellas facetas de sus Yoes Vividos con las cuales criaron a sus hijos pequeños y les pautaron modelos inarmónicos de vida, un Yo Vivido marcado por el desequilibrio y la falta de amor propio y escaso disfrute del placer.
En esta ocasión quiero detenerme un instante en el padre o madre (generalmente ésta última) que podemos denominar “madre/padre paradojal” o “madre/padre ambivalente”.
Esta madre dice amar a su hijito, pero sus gestos y posturas denotan el sentimiento contrario.
Habilitan a hacer algo, para luego corregir si el hijo lo hace, o si le sucede algo negativo por hacerlo.
Ofrecen y entregan regalos, atenciones, consejos, dinero, lo que fuera, que habitualmente no es solicitado e incluso necesitado por su hijo, para luego reprochar cómo lo usa, cómo no lo usa, lo que le ha costado, de lo que se ha privado para beneficiar a su hijo. Es decir, genera situaciones para que el hijo se inunde de sentimientos de culpa, de esta forma puede ser manipulado.
Al niño se le complica inmensamente decodificar los mensajes que provienen de esta madre ambigua, contradictoria, manipuladora.
Por un lado es una madre amorosa, a la cual se ama; al mismo tiempo es una verdadera bruja, a la que se detesta inmensamente.
Se desea su presencia, pero se la siente insoportable.
Se agradecen algunos de sus regalos o dádivas, para luego carcomerse en sentimientos de culpa, furia o honda tristeza por haberlos aceptado o usufructuado.
Se reciben sus mimos y aplausos, para al minuto siguiente llorar amargamente, o padecer de otro modo, su destrato, faltas, humillaciones, etc.
Como no es una madre malvada, netamente odiosa, sino que presenta una faceta nutricia, querible, amorosa, acompañada por la sumamente restrictiva, confusa, insufrible, para el hijo el conflicto es mayor que si directamente fuera una madre terrible. Porque, si es terrible, se la podrá odiar (o tal vez “amar”, de manera enfermiza), y quedará claro que se la aborrece por tal y cuales acciones.
Pero, al ser una emisora de dobles mensajes, de vaivenes y confusiones, al niño ( y luego seguramente al adulto), el panorama emocional se le desdibuja. Se ama a quien se odia, se odia a quien se ama.
Ciertamente no hay un camino fácil para la sintonización del Yo Vivido con el Yo Auténtico cuando se está en una de estas situaciones.
Se ama a quien se detesta, se agrede a quien se aprecia, se hace casi imposible reconocer el propio lugar o sentido de existencia.
Se depende de la aprobación ajena, pero cuando se la recibe se amarga o se espera algún dolor o castigo.
Hay mucho de agresión, quizás enmascarada como agresión pasiva; también autoagresión en muy diferentes formas (haciéndose cortes, olvidando citas, rechazando invitaciones para socializar, comiendo para luego vomitar, engancharse con personas destructivas, etc.).
Son capaces de sentir y expresar: “te odio, entonces debes quererme”; así como: “no te quiero en mi vida pero quédate conmigo”.
Es por esto mismo que suelen mantener los lazos con sus padres, particularmente el ambivalente, por largos años (si la muerte no interrumpe la relación), siendo dependientes, como atados a sus padres. Para lograr esta fijación, acostumbran a no trabajar, o a perder pronto sus trabajos, a malgastar el dinero, a no encontrar pareja, a llevar una vida enfermiza y que requiere la atención y cuidado del padre ambivalente. Se mantienen, habitualmente, como niños/adolescentes, a pesar de ser adultos e incluso ancianos.
Sí, sienten que deben destruir los puentes que los lleven a la independencia madura, en lo económico-laboral, en lo emocional, en lo familiar, etc.
Y en caso de salir del hogar materno, y de cortar el lazo material con la madre, frecuentemente se atan a personas a las cuales quieren pero odian, para continuar así con ese “jueguito” que llevaba en la relación original. Sí, se casan o viven con su pareja que las destrata de diversas maneras, las abandonan, las hacen depender, las someten a mensajes contradictorios, las hacen sufrir de mil maneras (golpes, amenazas, tacañería, infidelidad, insultos, etc.), Entonces se encuentra la persona encarcelada en sus propias confusiones, soportando a quien se odia, pero del cual no se quiere apartar. Se cree que es imposible vivir independiente, sin contacto con aquel que las humilla o ningunea.
También están las que se boicotean para no avanzar en sus modestos trabajos, o para no conseguir pareja, o para no lograr romper el lazo enfermizo con el padre/madre, o para destruir el compromiso emocional.
Es característico que no disfruten de los placeres lícitos y permitidos, en ninguno de los planos.
Como si no supieran gozar, o nada les diera satisfacción, o si fueran a sufrir algún percance de permitirse algún deleite.
Y, si por una de esas cosas, llegaran a obtener algún beneficio, a pasar un rato feliz, rápidamente encontraran la forma para castigarse o ser castigados por esa “licencia”.
Son los que difícilmente la pasen bien, y si lo hacen inventarán alguna razón para lamentarse por ello.
Es característica la dificultad en las relaciones sexuales, que pueden sentirse como dolorosas, aterradoras, vejaciones, lo que fuera, menos placenteras. Por supuesto que el disfrute tampoco será fácilmente visible en esta importante área, en parte porque la persona no sabe o puede gozar, y en parte como mecanismo para deteriorar la relación de pareja. Si se da el caso de gozar de la relación íntima, no sería raro que hubiera al mismo tiempo idealización de la pareja y agresiones (sadomasoquismo en mayor o menor intensidad).
Por supuesto que las herramientas básicas del EGO, o alguno de sus derivados, estarán presentes de manera casi perenne. El llanto, el grito, el pataleo, o el desconectarse de la realidad; allí estarán. Por tanto, la conducta poco saludable, no orientada hacia la vida o la construcción del shalom.
Es que la madre paradojal actúa desde su propio EGO manipulando al hijo que es así criado, y al cual se lo imposibilita de responder desde el AMOR, sino tan solo desde el EGO, sintiendo la impotencia en cada situación.
Entonces, en sus propias vidas actúan la paradoja. Están desesperados por ser amados, pero hacen lo posible (desaliño, conductas “extrañas”, agresiones, aislamiento, etc.) para no ser queridos o para ser abandonados. Se mantienen en relaciones conyugales tortuosas, aunque pareciera no haber ningún placer allí, solo peleas y rencores, como si estuvieran reviviendo en el afuera lo que llevan en su mundo interno y la relación conflictiva y paradójica con su madre/padre. Se mantienen alejados, pero cerca. Agreden, pero miman. “No puedo vivir contigo, pero tampoco sin ti”, podrían decir a diario. Huyen de ser queridos, porque muy adentro “saben” que el que te ama de hace sufrir.
Entonces, ellos tampoco aman, porque no se comprometen, porque se mantienen pasivos, porque obstruyen los intentos para crecer y vivir de otra manera, una más saludable.
Se pegotean al otro a través del odio, del enojo, de la violencia, del sentimiento de culpa; porque no encuentran otro recurso para compartir con otra persona. Así han ido armando su Yo Vivido, en desconexión con su Yo Esencial, en ausencia del amor.
Al mismo tiempo, esas agresiones hacia el otro son agresiones hacia uno mismo.
Piensan: “Te odio, porque me odio. Te intento destruir, como han hecho conmigo, por lo que te quiero. No deseo destruir a cualquiera, no odio a todo el mundo, sino que me odio y odio a quien está a mi lado.”
A veces ni siquiera se precisa a un otro externo, pues las autoagresiones intentan romper a ese yo internalizado, a ese padre que ha sido introducido al mundo interno y que suena con su vocecita agresiva desde dentro.
En ocasiones pueden logra cierta independencia material, pero nunca emocional. Han conseguido actuar a través de máscaras de efectividad, de eficiencia, pero es otro recurso para mantenerse en situación de indefensión emocional, de aislamiento, de falta de amor. No es que sean exitosos en el trabajo o la profesión, aunque parecieran serlo, sino que su éxito es otra excusa para negarse a los vínculos nutricios, beneficiosos.
Similar se puede decir cuando se presentan con la máscara de autosuficiencia, orgullo, grandiosidad, idealización, omnipotencia, inteligencia, capacidades superiores, etc., que no son más que defensas poco saludables o que colaboren con la armonización entre su Yo Vivido y el Auténtico. Así se protegen de sentirse abandonados, indefensos, impotentes, a merced del que los ama/odia, pero no entienden que solamente profundizan su situación de desequilibrio, de impotencia. Es que pretenden controlar aquello que no controlan ni pueden controlar. Quizás logren ciertos provechos con la manipulación, pero en los hechos siguen en estado de desequilibrio, de dolor, de miedo, de impotencia.
Y, tengamos en cuenta que, la idealización del otro suele tener en su base el desprecio. Es común idealizar a aquello que se aborrece al tiempo que se le quiere. La idealización viene a proteger a ambos, pero no es otra cosa que una desconexión de la realidad, otra jugarreta del EGO para mantener cautiva a la persona.
Podemos preguntarnos qué hacía el otro padre, si actuaba intercediendo, o por el contrario, sustentaba esta interrelación ambivalente.
Podemos preguntar de los sentimientos que se van desarrollando hacia ese otro padre, y hacia la familia en general.
Realmente, ¿dónde estaba el otro progenitor?
¿Estaba ausente? ¿Estaba impedido de interceder? ¿No captaba la situación sostenida en el tiempo? ¿Era cómplice? ¿Es dependiente también?
Son algunas de las preguntas que probablemente aborden la periferia de la conciencia de la persona.
Ahora, ¿cómo podríamos ayudar a estas personas?
Por supuesto que no respondiendo desde el EGO, sino desde el AMOR.
Dejando de lado el llanto, el grito, el pataleo o la desconexión con la realidad, para contener, admitir, dejar fluir, sostener, encaminar, quererles efectivamente a pesar de las agresiones y conflictos que promueven. No es perdonar lo negativo o negarse a verlo, sino que es hacer hincapié en aquello que conduce hacia el Yo Esencial del otro, conectarse, ser uno en unidad. No entrar en juegos de manipulación, sino construir shalom.
Aparentemente este texto no provee de conocimientos de judaísmo o noajismo, sino que pudiera ser tomado como un breve ensayo acerca de cuestiones psicológicas. Sin embargo me parece que contiene claves esenciales para fortalecer el camino sagrado que cada uno tiene que recorrer en este mundo, para así hacer la parte que corresponde en la construcción de Shalom, en instaurar al Era Mesiánica. Porque el hacer de este mundo un paraíso terrenal no depende de Dios, sino de los hombres.