Ley del cero esfuerzo

Nuestro cerebro es una máquina tan sofisticada que hasta posee un modo de ahorro de energía, por el cual automatiza ciertas conductas transformándolas en hábitos. De esta forma se reduce enormemente el gasto energético pues no es necesario enfocar la atención, ni tomar decisiones, ni evaluar, ni recabar información, ni dedicar esfuerzo a adquirir alguna rutina, etc.
Por ello, cuando a través de la reiteración de conductas formamos un hábito, para el cuerpo es un hallazgo, aunque el hábito sea perjudicial y lleve al sufrimiento. Eso no es tomado en consideración, pues es el cerebro el que está trabajando y no la mente.
Al mismo tiempo, esto te permite entender uno de los factores que hacen tan difícil erradicar un hábito, aunque sea “malo”, o de sustituirlo por uno favorable.
Es que, el cerebro no quiere salir de su zonita de confort, pues eso implica derrochar energía hasta alcanzar un nuevo estado de mediano equilibrio.
Todo esto que te comento ahora no son mis suposiciones ni proviene de alguna misteriosa fuente de información mística, sino que es parte de lo que las neurociencias han estado revelando a través del inteligente y científico estudio de la materia.

Quizás en parte esto llevó al ya clásica “la ley del mínimo esfuerzo”.
Supongo que has oído hablar de ella y hasta tal vez tú seas uno de sus partidarios.
Es la que explica que los alumnos hagan trampa en las pruebas en lugar de estudiar durante el año, que los empleados duerman la siesta cuando el patrón no está controlando, que el marido se entronice en el sofá frente a la tele para ver fútbol mientras espera que la esposa se ocupe de todo en la casa (él incluido en el paquete), que la esposa pretenda que el marido saque al perro, etc. en todo lo negativo que se te pueda ocurrir que coincida con esto.
Aunque también tiene su parte que podría resultar positiva, aquella de minimizar el gasto energético, ser más eficiente, obrar reduciendo la fricción innecesaria, etc.; pero si está para excusar la pereza, aumentar el caos, generar malestar… entonces lo que podría tener de bueno se cancela con lo que contribuye al disgusto.
Supongo que en otra oportunidad dedicaré algunos estudios sobre este tema en particular.

En la actualidad es creciente la tendencia a “la ley del esfuerzo cero”.
Parece la anterior, pero es aguda su negación al esfuerzo.
La persona quiere, espera, demanda, reclama, que le sea todo servido en bandeja, todo ya resuelto, la comida ya mastica y si fuera posible también digerida.
Lo vemos a diario, yo al menos sí.
En parte esto se produce por la comodidad y facilidad de las que nos provee la tecnología.
Antes para tener agua había que ir al pozo o aljibe; ahora abrimos la canilla/grifo/llave y tenemos lo que queramos.
Antes había que cortar leña, acarrearla, encender el fuego, poner a calentar el agua, llevarla hasta la regadera para darnos una breve e insípida ducha caliente; ahora abrimos la canilla.
Antes había que tener papel, tinta, pluma, sobre, ir al correo, pegar la estampilla, poner la carta en el buzón, rezar para que llegue a destino, esperar y seguir esperando mucho tiempo para que con suerte, viento a favor, y los astros coordinados recibir una respuesta de la otra parte; ahora si demora tres segundos el doble tic azul y no recibimos respuesta nos sentimos ofendidos, despotricamos por el ingrato que del otro lado “nos clavó el visto”.
Y este patrón se reproduce con todos los asuntos, en todos los ámbitos, para todas las clases sociales y edades.
No nos crían para ser pacientes, ni para esforzarnos, ni para frustrarnos e igualmente ser resilientes, ni para caer y usar esto como trampolín para crecer, ni para plantear alternativas, ni para aburrirnos sin sentir que es el fin del mundo, ni para divertirnos sin pantallitas u otras drogas modernas.
¿Se entiende el oscuro pozo en el que nos hemos dejado caer?
¿Puedes aportar, en los comentarios, otros ejemplos que pongan en evidencia esta situación?

Ahora viene la gran cuestión: ¿qué hacemos para generar un cambio positivo?
En su respuesta es que encontramos la sabiduría divina de la Torá.

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