El otro día me tocó estar por las rutas de mi país.
No es algo habitual en mí, en parte porque no me agrada andar en auto (mi vehículo habitual es la bicicleta), en parte porque me muevo en una zona restringida de mi pequeña ciudad.
Me resultó sumamente tedioso, incomodo, una pérdida de tiempo. Si bien hicimos algunas paradas, disfrutamos paisajes, conversamos, igualmente… no es lo mío…
Sin embargo, entre una y otra cosa me di cuenta de un par de hechos, que quiero ahora compartir contigo.
El primero: no siempre el que va apurado y parece seguro de lo que hace sabe donde está yendo y que está haciendo.
El asunto es así. Estábamos intentando cruzar por una ruta panorámica y alternativa, desde una ciudad balneario hacia otras que nos llamaban la atención. La ruta marcada en los mapas se desvía varios kilómetros y se aleja de la costa. Podíamos tomarla, pero escogimos la otra, la que a duras penas aparece en los mapas, la que carece de asfalto. Pero un par de personas nos habían mencionado que era hermosa, pintoresca y que había un rústico puente para pasar por encima de una bella laguna, hecho lo cual alcanzaríamos nuevamente una ruta principal rumbo hacia las ciudades de destino.
Igualmente, nos fijamos en el Google Maps, hicimos un par de averiguaciones por internet, blogs por aquí, sitios turísticos online por allá, algunas cosas más y sí… vimos el viejo puente sobre una laguna y sobre otra un cruce en balsas. ¡Maravilloso! Sería algo para recordar, no solo en fotitos, sino como experiencia casi única en nuestras vidas.
Y hacia allí nos fuimos.
Dimos vueltas, porque no había señalización, otras vueltas más. Consultamos el mapa, revisamos algún cartelito al costado del camino, preguntamos a un buen vecino y seguimos recorriendo.
Muy hermosas vistas, aromas a bosques, sonidos de vientos vírgenes sobre dunas, un océano rumoreando al fondo, solo –mucho sol- y kilómetros por una empolvada ruta, llena de baches, de recovecos, de luces y pocas sombras.
Tras una media hora la laguna no aparecía, el puente tampoco, pero el paisaje era cada vez más agreste, menos transitado y transitable.
Entonces se revolearon mapas, se revieron opciones, se proponían retrocesos, porque, en definitiva se estaba en la incertidumbre.
En eso, pasa a nuestro lado como bólido un auto, comiendo metros y metros a gran velocidad, con una seguridad y firmeza envidiables.
El polvo se levantaba tras sus ruedas traseras con gran vigor.
Rápidamente llegamos a la conclusión de que el conductor tenía claro el camino, sabía los secretos de la ruta “mística”, ¿cómo podía ser de otra manera dada su solvencia en este camino tan incierto?
Decidimos seguirlo, a paso lento, más parsimoniosos, es que no somos baqueanos ni tampoco ases del camino como para andar volando a ras de suelo.
Igualmente, lo teníamos como guía, ya que el rastro de polvo se mantenía por sobre la senda sinuosa a transitar.
Nos serenamos un poco, ya que conseguimos quien nos mostrará, fuera nuestro “maestro”.
Y lo seguimos.
¿Cómo seguir dudando o cotejando la información, si el tipo aquel tenía una firmeza y una certeza sin temblores?
Pero, unos minutos más tarde vimos que la mujer acompañante se había bajado y estaba revisando un mapa al costado del paisaje.
Nosotros pensamos que tal vez había bajado para hacer alguna “necesidad”, no necesariamente relacionada con el mapa.
¿Para qué precisaría un mapa alguien tan experto, según titulamos al otro conductor?
Veloces volvieron a partir rumbo hacia “allá”, el sitio ese que estábamos nosotros queriendo ir.
Así que continuamos la marcha, pero le pedí a quien conducía que se detuviera también junto al mapa del camino, yo quería verlo, comprobar. Otro de los acompañantes descendió conmigo. Analizamos los datos confusos, el “usted esta aquí”, el mapa, las fotitos de referencia, etc.
Sí, según nuestros cálculos nuestro guía improvisado estaba en la senda correcta, era un buen líder el que por gracia del “destino” nos habíamos escogido.
Volvimos al auto y arrancamos detrás de la estela que dejaba nuestro líder.
Pero las dunas estaban ganando la vista, cada vez menos caminito y cada vez más arenas profundas y salvajes.
Allá, a lo lejos venía otro auto. En dirección contraria. De regreso.
Calculamos o que no había camino, o que venía de las ciudades a las que nosotros queríamos ir, o que venía de un punto intermedio.
Como no sabíamos le hicimos luces, sacamos la mano por la ventanilla pidiendo que se detenga, y el buen señor turista argentino (demasiado confiado para hacerlo) paró su auto a nuestro lado.
Muy amablemente nos dijo que el camino era “una porquería en mal estado”, refrendado por su coqueta señora y nos aseguraron que no había camino, que la cosa se ponía peor, que ellos ya habían estado por allí el año anterior y era intransitable.
Agradecidos a la pareja simpática debíamos nosotros decidir qué hacer.
Les hacíamos caso a ellos, ancianitos amables pero extranjeros que estaban volviendo, o a nuestro improvisado líder y cabecilla que con tanta firmeza siguió a gran velocidad por esa zona ignota de la realidad.
Votamos por seguir adelante y seguimos.
Ya parecía una expedición al Sahara, pero igualmente nos confiamos en que si el líder podía con un auto similar, nosotros también podríamos.
Pero entonces, la duna se hizo imposible.
Bajé del auto a explorar junto con otro de los pasajeros.
Escalamos unos cuantos metros por la arena hirviente y pesada. La experiencia valía el esfuerzo, aunque estábamos un poco perdidos… “un poco”… digo con optimismo.
Allí arriba tuvimos otra visión, parcial y escasa, pero un poco más amplia.
El desierto continuaba hacia adelante. Nuestro auto y pericia no daban para adentrarse, y no sé si no había alguna ley que prohibiera transitar con vehículos por allí.
En eso, nuestro osado y seguro líder volvía, iba para atrás, tan veloz y seguro como había ido hacia adelante.
Y allí marchaba, como un rayo, comiendo metros y metros por segundo, hacia atrás, de vuelta hacia la civilización.
Pero nosotros decidimos seguir adelante un poco más, había un pequeño sendero que pasaba cerca de una casas de pescadores artesanales.
Nos metimos por allí, lentamente, entre baches, desconcertados.
En eso vemos un niño, vestía harapos, cara de hambre, pero del lugar.
Lo saludamos y le preguntamos amablemente si sabía del estado de la ruta hacia el otro lado, de las posibilidades de atravesarlo con auto.
El niño con escasas palabras, con cierta rusticidad amable nos informa que no hay camino. Que pocos metros más allá está cortado todo pasaje.
Agradecemos, giramos y volvemos.
La segunda: no todo lo que aparece en internet y tiene aspecto de valioso y valedero, lo es.
Si relees la anécdota anterior encontrarás mi fuente de inspiración.
La tercera: no por mucho apretar el acelerador llegarás antes a donde quieres llegar.
En la ruta, en la que está en los mapas, las que tienen estaciones de servicio, peajes carísimos, la ruta en fin… varios autos nos pasaron, obviamente.
Nosotros íbamos un poquito menos que el límite de velocidad, a unos 100km/h, y a nuestro lado pasaban autos volando sin alas. Calculamos que subían de los 150km/h en donde lo permitido es 110 en algunos tramos.
Nosotros podíamos ir a esa velocidad o mayor, el auto lo permite, pero la ley y la prudencia dicen otra cosa.
Sí, quizás los pilotos-aviadores terrestres llegarían antes al baño, a un sillón, al no-estrés de estar en la ruta, a sus tareas, a sus líos, a sus problemas familiares, a sus trabajos, a sus deleites, a rescatar una vida… yo que sé… llegarían antes… nosotros no…
Entonces vimos que no siempre el que acelera más llega antes.
Uno había volcado, ya estaba la policía caminera, una ambulancia… pobre gente… esperemos que sea solo pérdida de plata por arreglar la chatarra y no otros males.
Otro estaba siendo multado por otra patrulla de la caminera. No sabemos si por exceso de velocidad (ese quería ganar algún premio de F1, estoy seguro de ello), ir sin cinturón de seguridad, sin luces, o vaya uno a saber. Lo cierto es que el que nos había pasado como si estuviéramos quietos, ahora estaba demorado a un lado de la ruta y llevándose un “regalito”.
Otros más estaban allí, en fila india, en un trencito, detrás de un camioncito pesado y lento que estaba obstaculizando a todos los que veníamos detrás. Estuvimos así, uno detrás del otro a paso de ancianita durante varios kilómetros.
En resumen, creo que he aprendido algunas cosas necesarias para la vida en este breve paseo por las rutas nacionales.
¿Qué aprendiste tú?
¿Cómo lo relacionas con el pasaje por esta vida y el vínculo con la espiritualidad?