Cada noche, al acostarnos, nos entregamos a un misterio. Cerramos los ojos y cedemos nuestra conciencia a un reino que no controlamos. En ese espacio de oscuridad, nos volvemos vulnerables, confiando en una fuerza invisible que nos conduce a lo largo de las horas de la noche. ¿No es esto un reflejo del gran misterio de la vida misma? ¿No es este acto de rendición, de dejar ir el control, una lección fundamental que nos enseña la sabiduría ancestral de nuestro pueblo?
El Shabat, con su descanso sagrado y su liberación del trabajo de creernos amos del universo, nos recuerda que no somos los dueños del tiempo ni del espacio. Al cesar nuestra actividad, permitimos que la presencia divina se expanda en nuestras vidas. Así como el sueño nos entrega a un estado de descanso y renovación, el Shabat nos permite conectarnos con la fuente de nuestra existencia y encontrar paz en la quietud.
El Shabat, como el sueño, es una invitación a la entrega. No es una simple pausa en la rutina, sino un reconocimiento de que hay un poder superior, un Dios que nos cuida y nos guía. Es un acto de humildad, de admitir que no controlamos todo, de permitir que la Divina Providencia se encargue de nuestras vidas.
En un mundo obsesionado con el control, el sueño y el Shabat nos ofrecen una lección invaluable: la capacidad de soltar. De aceptar que no siempre estamos al mando, que existe un orden superior que nos cuida y nos protege. En ese abandono, en esa confianza, encontramos paz y libertad.
Que el sueño reparador nos recuerde la paz que encontramos en la entrega, y que el Shabat nos ayude a vivir con la sabiduría de la humildad y la confianza en la Divina Providencia.
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