«El Eterno, vuestro Elohim, quien va delante de vosotros, Él combatirá por vosotros de la manera que lo hizo por vosotros en Egipto ante vuestros propios ojos, como también en el desierto, donde habéis visto que el Eterno vuestro Elohim os ha traído, como trae un hombre a su hijo, por todo el camino que habéis andado, hasta que habéis llegado a este lugar.’
Aun con esto no creísteis al Eterno vuestro Elohim, quien iba delante de vosotros en el camino, con fuego de noche y con nube de día, a fin de explorar el lugar donde habíais de acampar, y para mostraros el camino a seguir.»
(Devarim/Deuteronomio 1:30-33)
Las crisis son parte sustancial de la existencia.
¿Y qué es una crisis?
Según uno de los diccionarios etimológicos que consulte online: “La crisis (derivado del griego krísis ‘decisión’, del verbo kríno ‘yo decido, separo, juzgo’, designa el momento en que se produce un cambio muy marcado en algo o en una situación: en una enfermedad, en la naturaleza, en la vida de una persona, en la vida de una comunidad.”
Cuando la crisis se produce, es momento fértil para cambios, porque es como el arado que remueve la tierra para que la semilla pueda encontrar nutrientes y prosperar.
Porque es como la feroz corriente del río crecido, que arrastra rocas, sedimentos, plantas, peces, todo lo que encuentra a su paso y puede ser llevado. Es posible diagnosticarlo como un momento destructivo, pero también se puede reconocer en él la oportunidad para ejercer cambios constructivos. Comenzar sobre las ruinas, romper con esquemas perimidos, descargar mochilas tóxicas, dejar de lado hábitos que mortifican y parecieran petrificados.
La crisis suele traer oportunidades, y los astutos comerciantes lo saben; no porque se aprovechen de la debilidad ajena, sino por las nuevas condiciones que el trastorno conlleva.
Es por tanto, un momento de dolor, pero también de renacimiento.
Es una chance de vida, aunque los escombros aplasten vidas que se apagaron.
Es la semilla que se pudre dentro del suelo para que se abra paso la planta espléndida.
Pero el tiempo “mágico” de la crisis no necesariamente produce la trasmutación estupenda.
El cambio favorable muchas veces queda abortado.
Por el contrario, como resultado de la crisis existen aquellos que se aferran a su celdita mental, y hasta la estrechan y comprimen aún más. Atontados, atormentados y temerosos de explorar lo que hay un paso más allá, se regresan a la oscuridad que les brinda cierto placer escabroso, cierta conformidad que sabe a hambre y sufrimiento. Pero, es un mal conocido.
Desperdician la chance que les brindó la crisis para crecer, para superar sus limitaciones, para corregir su Yo Vivido y ponerlo en mejor frecuencia con su Yo Esencial.
Se impone el miedo, sigue el EGO en una posición viciosa comandado la existencia del sujeto.
Personas a la que la crisis prostran, no solamente por el drástico evento que no controlan, sino por su decisión (consciente o no) de permanecer en sufrimiento.
Hasta llegar a aumentarlo, porque el entorno ha variado, quizás para peor, y sin embargo no han adquirido nuevas herramientas, no han desarrollado conductas más eficientes, sino que tambaleando se niegan a ser libres, a probar la felicidad.
Entonces suman sufrimiento al dolor.
No podemos juzgarlos, no sabemos qué tan imperiosa es su necesidad de cobijarse en el infierno que añoran.
Abandonados a su suerte, se niegan a probar el cambio favorable.
Se amurallan, se justifican, se pudren en vida, muriendo sin morir.
Pero hay otros que son tocados por el hambre y que no se quedan en la queja, ni se hunden en el descontrol, ni se asfixian en la ilusión de control.
Crecen, cambian para bien (o al menos eso intentan).
Suelen ser personas que tienen a mano a un consejero, a un guía, a un referente que los sostiene, que los apoya.
Lo he visto, he participado en ello.
He sido testigo de muchísimos que pasaron hambre, literal hambre.
Gente que la pasó mal.
Que les pegaron.
Que les amenazaron.
Que abusaron sexualmente.
Que fueron víctimas de hostigamiento.
Abandonados por los padres.
Burlados por sus pastores.
Amedrentados por las religiones.
En familias infernales.
Con cónyuges infieles y déspotas, que hasta se revolcaron con sus pastores o mejores amigos.
Que fueron extorsionados.
Padecieron incontables mortificaciones.
Acorralados por enfermedades.
Que se dieron cuenta que en sus iglesias (también lo son las “sinagogas mesiánicas, netzaritas”) no tenían verdaderas respuestas.
Y que acompañados por este humilde moré pudieron salir de esas doctrinas. No porque estuvieran buscándolo, ni porque se embarullaron con malabarismos filosóficos, ni porque ansiaban revueltas, ni porque estaban siendo conducidos por el odio y revanchismo.
Simplemente, estaban en crisis y tuvieron a mano al moré que –con poco o mucho- les dio el pan, el bastón, el abrigo, la palabra, el pañuelo, el peso, o lo que fuera que precisaban para sentir que salir de la celdita mental era posible. Que el cambio era bueno. Que las doctrinas de muerte no tenían valor. Que el EGO no es el rey, ni debe ser adorado como un dios.
Pudieron aprovechar ese momento nefasto para transformarlo en un renacimiento, en la vida que no tenían.
No era un dolor que se les provocó adrede para crecer, porque alguien decidió que debían ser apaleados para ser libres de religión, soberanos sobre su EGO.
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