Un hombre enfrentó un destino incierto, una llamada a lo desconocido que le llenó de temor. Buscó apoyo en sus compañeros de viaje, aquellos en quienes confiaba.
El primero, seguro de sí mismo, prometió acompañarlo parte del camino, pero no más allá de cierto punto. El segundo, con igual afecto, ofreció su presencia hasta el umbral de lo inevitable, pero no se atrevió a cruzarlo.
Solo el tercero, el más leal, juró estar a su lado sin importar las circunstancias, incluso en el corazón mismo del misterio.
Esta alegoría ilustra el viaje final de la vida, el momento en que nos despojamos de lo terrenal. Los tres compañeros representan los lazos que nos unen a este mundo.
El primero simboliza las posesiones materiales, que nos acompañan hasta el límite de nuestra existencia física, pero no pueden trascender con nosotros.
El segundo representa a nuestros seres queridos, cuyo amor y apoyo nos consuelan hasta el último adiós, pero que deben continuar su propio camino.
El tercero, y el más importante, representa nuestras acciones, el bien que hacemos, la huella que dejamos en el mundo. Estas son las únicas compañeras que permanecen a nuestro lado, incluso en la eternidad, definiendo nuestro verdadero legado.
La moraleja es clara: la verdadera riqueza no reside en lo material ni en las relaciones, sino en el impacto positivo que generamos. Es la bondad y la virtud lo que perdura, lo que nos define más allá de nuestra existencia finita.
Por lo tanto, la pregunta esencial es: ¿qué estamos sembrando hoy que florecerá mañana? ¿Qué legado construiremos que resista el paso del tiempo?
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