Suele confundirse, quizás a instancias de la confusión que genera la religiosidad, que humildad es una conducta o postura de negación del sí mismo.
Algo así como que la persona humilde debiera ser invisible, inaudible, intangible, porque si no lo fuera, estaría mostrando algún grado de orgullo.
Pero esa es una visión errónea y para nada coherente con la sabiduría espiritual.
En la espiritualidad sabemos que el humilde es alguien que maneja una correcta autoestima, se valora adecuadamente, tiene equilibrio emocional, no distorsiona la imagen de sí mismo, ni para arriba ni para abajo. Conoce y reconocer sus logros, pero también aquello en lo que aún debe mejorar. Está consciente de sus éxitos y se alegra por ellos, al tiempo que tiene en cuenta sus errores y no por ellos se deja vencer por la amargura, sino que los usa como un trampolín para la superación.
El humilde no compite innecesariamente con los demás, porque no tiene que ganarle a nadie para saber cuanto vale como persona.
No tiene que andar mostrando títulos y bienes, para que los demás lo consideren.
Está en su centro, en armonía interna y con el afuera.
Por tanto, el humilde no trata de desaparecer para no ser notado, sino que tiene voz y presencia y sabe hasta dónde puede mostrarse para ser útil y no traspasar los límites apropiados.
El humilde habla y dice cosas valiosas, pero también se calla cuando lo valioso es el silencio.
Entonces, tener en cuenta que la humildad es uno de los valores primordiales para la vida espiritual, porque es la afirmación de que somos NESHAMÁ en un viaje por este mundo y por tanto tenemos mucho para hacer, aprender, aportar, construir.
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