La jovencita mártir Ana Frank, que cumpliría este año 90, escribió: “…me parece muy curioso que los adultos se peleen tan fácilmente y a raíz de toda clase de cosas tan pequeñas. Hasta ahora siempre había pensado que reñir era cosa de niños y que con los años se pasaba…” (28 de septiembre de 1942).
Tenía solamente 13 años de edad y no sabía que estaba a menos de dos años de su terrible muerte en la Shoá.
La atenta mirada de la pequeña escritora identificó claramente cómo las personas explotan por cosas irrelevantes, como si la reacción no fuera acorde con el estímulo que lo provocó.
Con mucha intuición asoció esa conducta inestable a cuestiones propias de niños, como si el descontrol fuera más acorde al escaso desarrollo neurológico así como a la falta de educación y entrenamiento para responder de manera asertiva y constructiva. Ella esperaba, en su inocente esperanza, que una persona adulta no se dejara llevar por reacciones tormentosas provocadas por cosas pequeñas. Sin embargo, otra de sus esperanzas fue quebrada por la realidad que golpeaba a su puerta. También acá descubrió que los adultos pueden haber crecido en estatura, ganado kilos, desarrollado músculos, aprendido más trucos, recolectado más datos e informaciones, pero que básicamente seguimos manteniendo patrones de conducta primarios, poco evolucionados, carentes de efectividad, irracionales.
Es decir, seguimos siendo niños cuando alguna impotencia, por más pequeñita que sea, nos atropella.
Esto ya lo hemos estudiado y explicado en centenas de estudios aquí publicados, por lo que no aburriremos repitiendo.
Simplemente recordaremos que tenemos de forma natural un sistema que reacciona ante la impotencia, es decir, cuando sentimos la falta de poder. Es necesario y útil, en tanto sirve como paliativo a verdaderas situaciones de impotencia. El problema es que bien pronto nos entrenamos para usarlo en situaciones de impotencia imaginada, por lo cual, no tiene sentido su uso ya que no está para resolver dificultades fantaseadas sino paliar efectos concretos.
Y el problema se acrecienta cuando empleamos las mismas reacciones teniendo la capacidad de responder de maneras más sofisticadas, cuando la reacción automática no aporta a la solución sino que alimenta el conflicto.
Te pondré ejemplo de cada una de las mencionadas.
Situación real de impotencia: el bebé siente apetito, grita y patalea para que de alguna forma su impotencia se resuelva. Él no lo sabe, pero está llamando la atención a su madre para que le dé pecho, o el padre el biberón, o quien sea que esté a cargo de su cuidado y responsa de manera eficiente al reclamo natural surgido como reacción al malestar sentido.
Situación imaginaria de impotencia: un trabajador está cansado de su ocupación y sueña con ser independiente, juega en su mente con las opciones, visualiza algunas oportunidades que podría aprovechar, planifica un discurso para renunciar a su trabajo y cómo emprenderá su nuevo camino; al rato comienza a rumiar todo lo que podría salir mal, los inconvenientes, las dificultades, el fracaso. Se apoderá la creencia negativa de su mente y enojado consigo mismo y odiando su vida sigue atrapado por un trabajo que no quiere, que no le alcanza, pero es lo que tiene a mano.
Situación real de impotencia que debiera manejarse de manera racional: la compañera de trabajo fue brusca e irrespetuosa con su colega, ésta se ofusca y explota gritando e insultado. Es real que la otra la maltrató, y no es la primera vez. Sintió que le brotaba el impulso iracundo y en pocos segundos reaccionó con conductas primarias, automáticas, irracionales, poco eficientes para resolver un conflicto que precisa de otros canales y estrategia para su resolución.
Te dejo planteada la tarea de cómo responderías con mayor eficiencia y efectividad en los dos últimos ejemplos.
Que nos sirva para aprender y aplicar.
Y con ello un homenaje agradecido a la tierna alma de Ana Frank.
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