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Desde los días de Abraham hasta nuestros propios pasos, la Tierra de Israel no ha sido solo un lugar geográfico, sino un espacio espiritual que vibra con la historia, la esperanza y la misión del pueblo judío. No es casual que la Torá esté llena de promesas, mandamientos y relatos que giran en torno a esta tierra: es el escenario elegido por Dios para que el pueblo judío viva su vocación de justicia, santidad y conexión con lo eterno.
La relación entre Israel y su tierra es como la de un alma con su cuerpo: inseparable, viva, dinámica. Incluso en el exilio, cada rezo, cada festividad, cada mirada al cielo lleva el eco de Ierushalaim. No es nostalgia, es pertenencia. La tierra nos llama no por lo que ofrece, sino por lo que exige: responsabilidad, memoria, tikún.
Volver a ella —físicamente o espiritualmente— es volver a la raíz, al pacto, al lugar donde la historia se encuentra con el destino. Y en cada generación, esa conexión se renueva, no por decreto, sino por amor, por fidelidad, por el deseo profundo de ser parte de algo más grande que uno mismo.
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