El médico de la Luna (1)
Por Shaúl Ben Abraham
Para Serjudío.com
Por años he buscado en la tranquilidad del pasado el pensamiento apropiado que pueda brindarme la fuerza necesaria con la que pueda imaginar lo eterno. En esta búsqueda frutos de hermoso aroma han surgido mientras la espera y la paciencia se confabulan para entregarme, con la desmedida lentitud de las hora y los días, las palabras que desde mis silencios más antiguos espero oír y retener en mi memoria, para que desde ese cuerpo que soy y que dejará de ser los libros indómitos de pretéritos filósofos se encarnen y me hagan conocer su particular viaje alucinado por el tiempo, por esa brevedad enorme en la que trascurrimos con la indolente conciencia de que siempre vamos a permanecer olvidando lo fugas, lo marchitable, lo deleznable y perecedero que es todo aquello que somos, es decir, lo que algún día no será.
Así pues, andando de reglón en renglón, de párrafo en párrafo, de hoja en hoja, de libro en libro fui fustigando en las épocas, en las teorías, en los pensamientos de otros, en los sueños que transitaron por otros cuerpos y así, llegando a la mal llamada Edad Media me encontré con alguien, con un alguien tan especial que ni siquiera esta edad tan engreída ha logrado gestar con sus millones de almas.
En este libro, en estas hojas, en estos reglones y andando de letra en letra como quien va paso a paso voy a escribir sobre un filósofo que desde que lo leí, y aun hoy, me sigue maravillando ¡Pero qué digo filósofo! Un numen. ¿Y de quien hablaré con mi escritura? De Moshé ben Maimón, Rambam, Abi Amram ibn Abd Allah, Maimónides, el Águila de la sinagoga, Moisés el egipcio, o el Sefardí (que era como firmaba y que digan lo que digan no significa el español, como ya quisieran en España), y para mí: el precursor de la modernidad, el mensajero de los ilustrados, la luminaria de las sombras, el gramático de lo eterno, el guía de los perplejos, el médico de la luna.
Y para iniciar este viaje voy dónde debería acabar, a fin de ir terminando lo que no he comenzado; emigro con mis letras a Tiberíades, al noreste de Israel, la tierra de la que se tejen mis sueños, la ciudad dónde fue enterrado Rambam y cuya santidad para el judaísmo, se remonta desde su fundación, en el año 19 de la era. La importancia de esta ciudad, llamada así por Herodes, su fundador, en honor al emperador Tiberio, se remonta al fatídico año 70 cuando el Beit HaMikdash (Templo) fue destruido por los romanos y entonces los sabios hebreos empezaron a establecerse para reunir el tribunal del Sanedrín. Ahí se mantuvo el fuego del saber en medio de esa oscuridad propagada por las hordas romanas, omnívoras e ignorantes. Otra de las razones para que esta ciudad sea tan venerada es que fue así que parte de las tradiciones legales del pueblo de Israel fueron recopiladas en los que luego sería conocido como el Talmud yerushalmi, entre los siglos III y V d.C.
La comunidad hebrea siguió prosperando bajo el control de gobernantes bizantinos y árabes, pero después del siglo XII, al igual que el resto de la ciudad, inició una etapa de decadencia. En 1922 muchos judíos se establecieron en la ciudad atraídos por las oportunidades que ofrecía el resurgir de la actividad agrícola y la bonanza del clima, por lo que la ciudad pasó a tener una mayoría de población hebrea. Allí está la tumba de Maimónides. Allí me voy yo, con esta escritura ingrata a ver, al menos desde lejos, desde míseras fotografías que detienen con infernal magia el tiempo, el sepulcro de un sabio único, luminoso, que a más de 800 años de distancia aun brinda el calor de su conocimiento. Y como no me va a brindar luz a mí y a tantos otros si este sabio, este hombre con verdadera humildad dominaba las siete grandes ciencias de la antigüedad: la gramática: para hablar y escribir bien; la dialéctica: para guiar al pensamiento con lógica dinámica; la retórica: con la cual dominaba la oratoria y el estilo; la aritmética: ciencia de los números y de las operaciones matemáticas; la geometría: con sus formas, trazos, números y medidas; la astronomía: para conocer el sol, la luna, las órbitas de los planetas, las estrellas y las constelaciones. Y la música: la corona de las artes, la etérea ninfa del olvido y la memoria. Mejor dicho, era una menoráh de sabiduría. Sabia de todas las cosas que desterraron de las aulas de clases a fin de desterrar a todos del conocimiento del universo enviándonos al desolado terreno de la ignorancia, la embajadora inevitable de clérigos y políticos. Maimónides a más de 800 años de distancia sabe más de este mundo y del otro que el enjambre de intelectuales artificiosos y zánganos que navegan y navegan como sonsos en su malsana verborrea; por eso y por muchas cosas que narraré aquí, y no sin razón alguna, en su tumba fue escrito y se mantiene escrito una frase mágica, poderosa y de apariencia sosa y desteñida para todo el que ignora su misterio: Mi Moshé le Moshé, lo hayá ke Moshé.
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(1) Éste escrito corresponde a la introducción de un libro que el autor está preparando sobre la vida y obra de Rambam.