En cierto momento del siglo XX, o quizás también en éste, para la nación judía (y para el resto de la humanidad, quizás) pareció que habíamos llegado a lo que aparentaba ser la estación terminal, a la concreción de las largamente anheladas aspiraciones. Se había regresado a la tierra ancestral, se había obtenido el permiso internacional para ser considerado una nación en su tierra, se pudo poner en marcha el Estado, se sorteó la guerra genocida que iniciaron los enemigos, se estaba cumpliendo el milenario sueño mesiánico casi en todos sus aspectos.
Pero, algo aún parece estar faltando.
En cuanto a la humanidad, cuando la ciencia y la tecnología abren ventanas insospechadas y los secretos ya parecen haber sido revelados, lo que queda a la vista es como una cáscara vacía, donde el contenido no aparece.
Porque, si bien penetramos en el nano universo más chico que el átomo y exploramos de cierto modo el cosmos casi hasta su infinito límite, las respuestas siguen sin responder a las preguntas más intensas y existenciales.
Es por ello que la faceta espiritual, una dimensión más allá de medidas y definiciones concretas, está palpitando, vivo, conectando a la eternidad.
Quizás es tiempo de que la humanidad permita que esa parte de su ser, la que realmente es cada persona, su NESHAMÁ, le libere de religiones, supersticiones, sistemas de creencias enfermos, ideologías y otras cadenas que la esclavizan.
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