Un mundo sin telones pero lleno de rejas

En este mundo que nos toca vivir estamos asistiendo a una infinita abundancia de información, que a la postre es un tsunami de desinformación.
La extensión y alcance de internet, la disponibilidad de artefactos y la relativa sencillez de las aplicaciones, han permitido que estemos sumergidos en esos datos que van y vienen, rebotan, se replican, se multiplican, abundan hasta más allá del hartazgo.
Todos pueden opinar de todo, como siempre fue, pero con un alcance extraordinario.
Los burros dan cátedra desde sus canales de Youtube, o las redes de videos más pequeñas, y si siguen los pasos apropiados pueden transformarse en los referentes culturales sin tener siquiera la mínima preparación.
Los ineptos aconsejan y “educan” desde Instagram.
Los amputados por su odio o fanatismo predican desde las pocas líneas admitidas en Twitter.
Los lascivos tienen sus sitios de intercambio sexual sin inhibiciones, o casi.
Los artistas sin escenario fluyen por los videítos de TikTok.
Y hay cientos de otras vidrieras y bocinas disponibles, solo mencioné algunas notables del montón.
Todos, o eso parece, tienen voz y opinión, y pareciera que todas las voces son igualmente válidas.

Además, esas propias redes sociales precisan de que la maquinaria no pare, pues recaudan recolectando y usando (vaya uno a saber cómo) la información personal que les proveemos. Sin dudas les sirve el negocio a los que impulsan a esas empresas y sus empleados, por algo no paran de crecer y extenderse. Por lo visto también sirven a los que las usan, que sin querer o queriendo se exponen a estar en el escaparate todo el día, todos los días, por los siglos de los siglos (mientras haya electricidad, conectividad y los que guardan los datos los preserven).
Además de generar dinero con los datos que cosechan de nosotros, los usuarios (que supongo 99.99% desconocemos que se hace con nuestras vidas digitales), también la hacen con publicidad.
Ciertamente es un extremadamente buen negocio para los empresarios y sus accionistas, no digo que no lo sea para nosotros, los usuarios que también obtenemos alguna que otra ganancia.

Por tanto, es imperativo que nos expongamos constantemente, que publiquemos, que opinemos, comentemos, demos likes o cualquier otra expresión de seudo emoción, que apretemos botoncitos y links; porque somos los que hacemos girar esta enorme y compleja maquinaria.
Se nos estimula a ser visibles, en todas las formas posibles, a cada momento, en toda circunstancia.
Se nos obliga a demostrar que estamos haciendo, queriendo, pensando, sintiendo.
Se nos promueve a mentir, para mostrar opulencia, conocimiento, satisfacción, lujos que en verdad no tenemos.
Es la generación esclavizada por el show, el mostrar. Estamos seducidos por este exhibicionismo, no solo sexual, y su compadre el voyerismo.
En verdad es la aldea global, al menos donde los derechos civiles respetan que nos esclavicemos por propia voluntad; una aldea llena de chismosos, comadres charlatanas, vecinos metiches y lo que siempre hubo desde que el hombre es hombre, pero infinitamente potenciado y ampliado por la tecnología.

Claro, por supuesto que también está la faceta notable y provechosa de esta red de conexiones.
Podemos comunicarnos con gente lejana físicamente, pero cercana en el corazón.
Se nos abren bibliotecas de inmensa sabiduría, estando sentados en la sala de casa.
Podemos conectarnos con artistas y maestros, consultar a expertos y reencontrar viejos amores.
Están los que comercian y mantienen su hogar con el trabajo online y hasta los que rescatan vidas usando el contacto a través de la pantallita.
Ésta la cara noble y loable, pero volvamos a la oscurecida, la que es terrible, la que pareciera que no nos importa.

Esa faceta donde todos somos paparazis que perseguimos a nuestras víctimas para desnudarlos y publicar sus partes privadas. Andamos desesperados por ventilar nuestras intimidades y que lleguen a conocimiento de perfectos extraños. Nos paramos ante las cámaras posando, para representar personajes que distan mucho de la realidad que estamos viviendo.
Se nos premia por actuar la felicidad y plenitud.
Se estimula el chisme y la procacidad.
Por supuesto que hay intereses en juego que ponen su astucia, poder, influencias para torcer la corriente de pensamiento hacia donde les conviene. Así vemos en estos días gente que ingenuamente cree que robos masivos, desacato social, disturbios violentos, saqueos, destrucción de propiedad privada y pública de alguna forma son justificados y válidos a causa de la muerte (injusta e irresponsable) que sufrió un hombre (culpable en el momento, o no; con antecedentes penales, o no) al ser detenido por un policía. Se incendia un país entero y se deja sueltos a lobos que se hacen pasar por ovejitas, con la excusa de que así se combate el racismo. Cuando en verdad esto solamente fomenta más rencor, mayor brecha, y un aumento de conflictos por discriminación negativa. Por supuesto que hay gente detrás que sacan sus réditos, no solo monetarios, controlando estos disturbios y provocando estos terremotos sociales.
Lo cual me recuerda la expansión de ese bozal mental que se llama “políticamente correcto”. Se castiga a quien se atreve a pensar y por tanto disentir de la ola masiva e irreflexiva. Se maltrata a quien decide llamar a las cosas por otro nombre, y no usando esos malambos lingüísticos que tienen la finalidad de esclavizar las mentes y las almas. Un ejemplo patético que escuché de una influencer que es seguida por cerca de tres millones de suscriptores: “personas con pene y personas con vagina”. La señora no dice hombre o mujer, porque eso es violencia de género o vaya uno a saber qué crimen. Por supuesto que una persona negra es un afrodescendiente, aunque a los blancos no se les diga europeodescendiente. Y así siguen con sus discriminaciones terribles y extendidas, aquellos que pretenden imponer el uniforme de lo “políticamente correcto”. ¡Eufemismos! Que pretenden poner algodoncitos, pero en verdad son látigos con clavos para quien no quiere estar manipulado por ellos.
En síntesis, los bueno y lo malo que conocemos desde el nacimiento de la humanidad, pero potenciado hasta grados no imaginados tan solo 30 años atrás.

Ahora es una “profesión” el ser influencer.
Lo cual significa que, por lo general, un ignorante pero con algún grado de atractivo, puede influenciar en la vida de miles o hasta millones de seguidores. Esto, por supuesto, es retribuido con poder: dinero, fama, contactos, aprobación, etc.
Entonces, los pibes sueñan con ser uno de estos youtubers o instagramers o lo que fuera, ya no interesa estudiar, mejorar como persona, conseguir un trabajo, etc.
Ahora la clave para la fortuna y otros beneficios se llama: hacer payasadas (algunas veces muy dañinas y no solamente para quien las realiza) ante una cámara y subirla a la red. Con suerte, y algunos trucos, pronto fluirán los millones de suscriptores y dólares.

¿Está mal esto?
¿Es malo para el individuo y el colectivo pretender alcanzar la felicidad de esta forma?
¿Es criticable vivir sin tapujos y buscar con adicción la aprobación de los desconocidos que nos siguen en las redes?
¿Sería mejor volver a los viejos modos, donde el chisme es en el barrio y el recato es la clave para estar en paz?
¿Daría más satisfacción dejar de perseguir vanidades siendo banal, para enfocarnos en los valores y conductas que hace unas décadas eran las que se enseñaban como llaves para la vida buena?

¿Cuál es la perspectiva desde la tradición judía al respecto de todo esto que tratamos aquí?
¿Cómo podemos rescatar aspectos positivos también de esta notable crisis de valores que estamos viviendo?

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