«Éstas son las marchas de los Hijos de Israel que salieron de la tierra de Mitzraim /Egipto…»
(Bemidbar/Números 33:1)
Todos partimos de la tierra de Mitzraim, de la estrechura, del confinamiento, de estar encerrados con la meta de alcanzar la Tierra de Promisión.
Vamos por el camino teniendo diferentes aventuras y desventuras, construyendo nuestra identidad en tanto vamos experimentando, relacionándonos, equivocándonos, corrigiéndonos, etc.
De acuerdo al relato de la Torá para los hebreos hubo 42 estaciones, paradas, trayectos que conectaron la salida de Mitzraim con el arribo a la Tierra de Promisión.
Según nos enseñan los Maestros, todos debemos pasar por esas mismas 42 etapas, probablemente en órdenes diferentes, con intensidades diversas, demorando más o menos, pero son puntos indispensables de la jornada de todo espíritu que ha encarnado como humano en este mundo.
Como estamos en el camino y no en la comodidad del hogar pueden surgir diferentes problemas, que son propios de estar peregrinando.
Dos de los más comunes son:
- creer que ya hemos llegado, cuando todavía no lo hicimos; y
- darnos por vencidos, porque nos creemos faltos de capacidad para continuar.
El resultado de ambas conductas es similar, estancarnos, perder el rumbo, no alcanzar el objetivo.
Cuando suponemos erróneamente que ya llegamos, la arrogancia es la que causa la falla.
Cuando desistimos, es que dimos permiso a la desesperación para someternos y hundirnos.
Como sea, el resultado es idéntico y en el fondo es también similar lo que lo provoca, ya que tanto la arrogancia como la desesperanza son manifestaciones de sentirnos impotentes.
Ante el sentimiento de impotencia, hay personas que reaccionan inflándose, llenándose de poderes que no tienen, colgándose títulos que no les pertenecen, hinchándose como globos llenos de aire pero sin sustancia. Y están las personas que se desaniman, se desinflan, se achican, se encogen como para pasar desapercibidos.
En ambos casos estamos delante de reacciones irracionales ante el sentimiento de impotencia.
Entonces, ¿qué podemos hacer para no fracasar en nuestra andanza?
¿Cómo proceder para que ni el orgullo ni el abatimiento nos venzan?
Ante todo, la mente y corazón abiertos para seguir aprendiendo, desaprendiendo, construyendo la propia personalidad más saludable e integrada. No hay edad para ello, siempre que la salud física nos lo permita, no dejarnos doblegar por la desesperanza ni por la altanería.
No suponer que hemos llegado a la meta, ni tampoco que no la alcanzaremos jamás; sino proponernos aprovechar cada instante e investigar en donde estamos y hacia donde estamos yendo. En síntesis, evitar presuponer y estar abiertos a aprender y desaprender, por tanto, repetimos el consejo anterior.
Y finalmente, por ahora, fortalecernos en confianza. Confiar en nuestro potencial, que podremos desarrollar; y confiar en el Eterno, que traza Sus caminos y nos acompaña en los nuestros. Una excelente forma de mejorar en la confianza es rezar, hablar CON Dios y NO DE Dios. Conversa con Él, dile lo que crees que te hace falta, agradécele por lo que crees que tienes, sé minucioso y no te pierdas en detalles. Cuando revisas tu vida, para poder charlar con Dios, estás consiguiendo visualizar muchos factores, que tal vez de otra manera no hubieras tomado en consideración.
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