LO QUE EL CIELO ME HACE PENSAR

LO QUE EL CIELO ME HACE PENSAR

Por Shaúl ben Abraham Avinu

Me encanta ver el espacio, mirar desde mi punto de vista al resto del Universo, este simple ejercicio ocular ayuda a empequeñecer al Ego, lo suficiente y lo necesario como para que se estremezca y baje las armas que ha forjado durante siglos para esconder sus miserias, sus miedos, sus cobardías, sus fatigas, sus frustraciones. Y teniendo en cuenta esto me aterra que muchísimos contemporáneos míos no miren hacia arriba y no se interroguen, no se instalen en el mundo de la pregunta y se digan simplemente: ¿quién soy?

De acuerdo a la Toráh (Sefer Bereshit, parashat Bereshit 1:14) Dios creó a los cuerpos celestes con fines muy concretos:

Dijo Dios: “Que haya luminarias (meorot) en el firmamento del cielo para que separen (lehabdil) entre el día y entre la noche; y sean por señales (otot) y para fiestas, y para los días y los años, y sean luminarias en el firmamento del cielo para que iluminen sobre la tierra”.

Separar, distinguir, señalar, celebrar, agrupar el tiempo, iluminar: valores que tienen los astros y que muchas veces no valoramos por preferir nuestros problemas, nuestras penas y miserias. El cielo, en sus extensión, en la corta extensión que vemos desde nuestro ínfimo planeta, nos invita a pensar, a desarrollar nuestra mente, a progresar, a viajar más allá y siempre más allá de nuestra mirada; no en vano uno de los primeros usos prácticos de los astros fue para organizar los viajes y los nuevos proyectos e idearios que la humanidad se proponía. No en vano, y siguiendo esta misma línea de pensamiento el Rey David escribía (Tehillim 19:1) en su sabiduría intuitiva y sagrada:

Para el vencedor; Canto de David: Los cielos cuentan la gloria de Di-s; y la obra de sus manos es narrada por el firmamento.

¿Qué nos cuenta, que nos dice, a nosotros seres modernos, los cielos? ¿O será que las luces de las ciudades nos han eclipsado las luces celestiales? Más aún, ¿podemos aun descubrir las obras de Dios en el firmamento? ¿O recubrimos de un ateísmo innecesario la exploración de los amplios senderos del Universo a fin de ocultar nuestro rostro al Rostro?

Entiendo y me conmueven aun las palabras del gran científico Carl Sagan que en su bellísimo libro Un punto Azul Pálido (pg. 44-45) escribía con indignación pero con atinada razón:

En algunos aspectos la ciencia ha superado ampliamente a la religión en lo que a provocar pavor se refiere. ¿Cómo es posible que casi ninguna religión importante haya analizado la ciencia y concluido: «¡Esto es mejor de lo que habíamos pensado! El universo es mucho más grande de lo que decían nuestros profetas, más preeminente, más sutil, más elegante. Dios tiene que ser aún más grande de lo que habíamos soñado.»? En lugar de eso, exclaman: «¡No, no y no! Mi Dios es un Dios pequeño, y quiero que siga siéndolo.» Una religión, antigua o nueva, que subrayar la magnificencia del universo como la ha revelado la ciencia moderna, podría ser capaz de levantar reservas en la reverencia y el temor apenas intuidas por los credos convencionales. Tarde o temprano deberá surgir una religión así.

Pero desde luego no tiene que surgir ninguna religión, todo lo contrario, un reflexión así nos debe llevar a la desaparición de las religiones en tanto que conglomerados de acción ritual que pretendan acercarnos a lo divino, pues en realidad nada nos puede acercar ya que nuestra naturaleza autentica y original en realidad nunca se ha alejado, siempre ha estado unida y vinculada a la Vida de las vidas.

Como sea, lo interesante de esta opinión de Carl Sagan es que hacen eco de las palabras de otro gran científico, el Rambam, quien escribió estas palabras en Moré Nebujim (Guía de Perplejos):

Ya te he enseñado que no existe nada fuera de Dios y de este universo. Dios no puede ser demostrado sino por este universo [considerado] en su conjunto y detalles, es, pues, necesario examinar este universo tal como es y extraer las premisas de su naturaleza visible. Por consiguiente hay que conocer su forma y su naturaleza visibles y sólo entonces se podrán aducir pruebas sobre lo que está por fuera de él.

¡Que invitación a la ciencia! Es de esta existencia y no de espacios metafísicos inexistentes que podemos sacar pruebas para comprender la existencia de Dios, ciertamente no su esencia, solo sus obras, sus acciones como diría David, que es en últimas lo que nos debe interesar a fin de imitarlas, a fin de que no nos quedemos preguntarnos eternamente ¿qué somos? Sino que nos interroguemos ¿qué es lo que podemos hacer? En la acción encontraremos nuestra identidad, nuestro sentido del ser.

El ser humano es pequeño ante el cielo o el universo ¿Cómo no será ante Dios? Así, en la medida de lo posible debemos tener en cuenta que en la medida que Dios aumente en nosotros el ego va a disminuir. Pero en esta minimización de nuestro antropocentrismo (una forma colectiva del EGO) no hay nada negativo, muy por el contrario, acertar en dar con nuestras dimensiones correctas nos acerca no solo más a la verdad, que es la estética de la vida, sino que nos imprime un aire de verdadera kedushá (santidad), ya que nos distinguimos y podemos asumir lo que en realidad somos.

Moshé Cordobero en el siglo XVI escribiría, muy en línea maimonideana, en Or neerav algo que debe hacernos reflexionar y meditar de manera profunda y que me servirá de conclusión a este breve opúsculo:

Una persona desvalida considera que Dios es un anciano de pelo blanco, sentado en un maravilloso trono de fuego resplandeciente, centelleante, tal como precisa la Escritura: “El Antiguo de todos los tiempos está sentado; su cabellera cual nítido vellón; su trono, llamas de fuego”. Imaginando esta y otras fantasías, el necio corporiza a Dios. Cae en una de las trampas que destruyen la fe. Su temor reverencial hacia Dios queda limitado por su imaginación.
Quien está iluminado, sin embargo, conoce la unicidad de Dios; conoce que lo divino no posee categorías corporales, que éstas jamás podrán aplicarse a Dios. Y se pregunta, estupefacto: ¿Quién soy yo? Soy un grano de mostaza en el centro de la esfera de la Luna, que a su vez es otro grano de mostaza en el interior de la siguiente esfera. Y así en la esfera siguiente y todo su contenido en relación con la próxima. Y lo mismo sucede con todas las esferas –una dentro de otra-, y todas son un grano de mostaza dentro de las extensiones subsiguientes. Y todas ellas son granos de mostaza dentro de extensiones subsiguientes.
El temor reverencial se aviva, el amor en el alma propia se ensancha.

¿Y con estas dos alas (el temor y el amor), como las llama la tradición hebrea, hasta dónde no podemos ir? El vuelo nos espera, un vuelo amplio, inmenso, lleno de las bondades del Infinito que infinitamente desea que lo recorramos.

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Shaul Ben Abraham

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Gracias por el texto.
Por un quebranto de salud, súbito y repentino, note que uno pasa mucho tiempo observándose. Esa «auto observación» produce mucho miedo y mucha parálisis, porque evidencia la falta de control que se tiene sobre uno mismo y del todo.

Y esa sensación de falta de poder es suficiente para que en nanosegundos El Ego nos encierre en él, en la respuesta ególatra, y no podamos salir más de la jaula sin barrotes.

Grscias de nuevo por el escrito que amplía la observación.

Yehuda Ribco

muy oportuno este texto. para leer, estudiar y compartir. gracias

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