Los Sabios en el Talmud (נדרים כב ע»א) afirman que:
כָּל הַכּוֹעֵס – כָּל מִינֵי גֵיהִנּוֹם שׁוֹלְטִים בּוֹ
Aquel que se enoja, todo tipo de infiernos tienen dominio sobre él (lo gobiernan)
(Nedarim 22a)
Ya explicamos en otras oportunidades que la función única del enojo es advertirnos de que algo nos provoca impotencia, para que nos demos por notificados y procedamos a resolver la situación de la mejor manera posible.
Hasta ahí lo bueno del enojo, lo malo es todo el resto.
Cuando cobra primacía, se convierte en el foco de atención, desplaza todo otro asunto para reinar en tu mente y corazón.
El enojo controla, y porque manda, destroza ya que está dominando aquello para lo cual no fue diseñado que dominara.
Entonces, todo tipo de infiernos te sobrevienen, en sentido metafórico evidentemente.
Muchas desgracias, pesares, peleas, rupturas, quiebres, faltas, y se suman más y más impotencias a la que dio origen a la señal de alerta que es el enojo.
¿Se entiende cuál es el abismo al cual nos lleva darle rienda al enojo?
Y suele ser cuestión de un mínimo instante, menos incluso de un segundo, cuando ese furor rompe el dique y desparrama todo lo que no debiera estar almacenado (si lleváramos una vida saludable emocionalmente).
Un descontrol terrible, lamentable.
Por ello, el sabio consejo sería estar atento al enojo, darse cuenta de que lo sentimos e inmediatamente apagarlo.
No llevar las cosas a otro nivel, en el cual no tenemos control.
Simplemente darnos cuenta, admitir que estamos en una situación de impotencia (real o imaginaria) y con cordura ver qué hacer para sobrellevar el momento.
Es fácil decirlo, inmensamente pesado llevarlo a la práctica.
Pero, si con esto como excusa, o cualquier otra cosa, no empezamos a entrenarnos en el difícil arte de dominar nuestra reacción, entonces no nos queda más que resignarnos a ser esclavos de por vida.