En Ki Tetzé, la Torá despliega un mosaico de leyes que, a primera vista, podrían parecer meros códigos de conducta social o normas domésticas: desde la obligación de devolver un pájaro con sus crías hasta las instrucciones sobre prendas usadas, desde la justicia en los pesos y medidas hasta el deber de no oprimir al jornalero. Pero estas prescripciones, aparentemente cotidianas, no son simples reglas burocráticas; son hilos delicados que tejen una ética profunda, espejos del alma que reflejan los pliegues más ocultos de nuestra humanidad. Cada mandamiento es una invitación a mirar más allá del acto externo, a descifrar qué revela sobre nuestro trato con el otro, con la justicia, con la compasión, con nosotros mismos.
Este parashá no legisla solo conductas, sino conciencias. Nos enseña que la santidad no reside únicamente en lo trascendente, en el templo o en la oración, sino en el detalle doméstico, en el gesto inadvertido, en la elección silenciosa entre aprovechar o respetar. Es ahí, en lo pequeño, donde se forja el carácter moral. Porque en el judaísmo, no hay espiritualidad sin encarnación: no hay teshuvá (arrepentimiento verdadero) sin tikkún (reparación concreta); no hay acercamiento a lo divino sin el coraje de enfrentar lo humano.
Y es precisamente en este mes de Elul —el mes de la introspección, del examen del corazón, del acercamiento mutuo entre el ser humano y Dios— que estas leyes cobran un eco especial. Elul no es solo un tiempo calendárico; es una atmósfera espiritual. Es el mes en que, según la tradición, Dios baja del trono de justicia al campo del pueblo, camina entre nosotros como un pastor busca a sus ovejas. Ani Ledodi Vedodi Li — “Yo soy de mi amado, y mi amado es mío”: en Elul, la relación se vuelve íntima, cercana, vulnerable.
Cada mitzvá de Ki Tetzé se transforma entonces en un llamado íntimo: ¿Cómo trato al otro cuando nadie me ve? ¿Reparo lo que rompí, aunque sea con palabras? ¿Devuelvo no solo lo material, sino también la dignidad? La Torá no nos deja en la abstracción del arrepentimiento; nos exige bajar al terreno: devolver, pedir perdón, actuar con equidad, proteger al débil. Porque no hay redención sin responsabilidad, ni cercanía divina sin justicia terrenal.
Como dice el rezo de Elul: “Buscadme y viviréis” (Devarim 4:29). No es un mandato de búsqueda desesperada, sino una promesa: Élul es el mes en que Dios se hace encontrar. Pero también es el mes en que, por fin, nos atrevemos a mirar dentro. A confrontar nuestras contradicciones, a reconocer nuestras omisiones, a asumir que cada relación rota es un reflejo de un alma que necesita sanación.
Así, Ki Tetzé y Elul se encuentran en un punto sagrado: el de la transformación a través del detalle. Porque en el judaísmo, lo eterno se revela en lo cotidiano. Y en este tiempo de retorno, cada pequeña acción justa, cada gesto de compasión, cada paso hacia la reparación, no solo corrige el pasado, sino que construye un futuro más digno — para nosotros, para el otro, para el mundo.
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