Avram ya era un hombre grande, en múltiples sentidos.
En edad, en prosperidad, en seguidores, en influencia, en cultura, en espiritualidad noájica y sin embargo se vio dedicado a la tarea sagrada de salir de su zona de confort.
Ésta, en principio, marca un estado de tranquilidad, donde hemos adquirido un sistema de vida –o al menos algunos procedimientos de la misma- que nos resulta conocido, agradable, satisfactorio.
No precisamos estar más en lucha contra el desconocimiento, pues ya somos conocedores del terreno, hemos recorrido sus pequeños límites, nos sentimos amos de esta realidad en concreto.
Pero luego, más temprano que tarde, la zona de confort se convierte en un verdadera cárcel, llena de displacer, pero que toleramos o al menos excusamos por respeto al pasado que fue mejor, o porque nos sigue brindando ciertas seguridades, aunque sean solamente aparentes.
A nuestro alrededor las circunstancias cambiaron, en nuestro ser también, pero nos aferramos a nuestra zonita de confort, transformada ya en celdita mental. Somos esclavos del hábito, nos conducimos como autómatas, tememos al cambio porque no aceptamos que ya todo es diferente y lo que hasta hace un rato tenía sentido y era útil, ahora es solamente una reliquia supersticiosamente atesorada y aferrada. No creemos que podremos seguir en esa burbuja de ilusoria seguridad, manejándonos con los patrones de conducta que ya son inadecuados.
Así, la vieja zonita de confort ya no es más confortable, ni segura, ni beneficiosa; pero pretendemos que lo sigue siendo; o elaboramos teorías y cuentos para no avanzar hacia el terreno cercano e inexplorado, por miedo, por torpeza.
Por ahí tenemos “suerte”, y la crisis nos pasa por encima. Nos obliga a salir del escondite, arremangarnos y elaborar nuestras estrategias de vida, o perecer en la inacción.
Y Avram, estaba cómodo y sin tribulaciones en su gran zona de confort, probablemente no la pasaba tan mal allí, refugiado en su honor, en sus allegados, en sus fueros políticos.
Pero, un día decidió que la cosa debía ser diferente.
Fue cuando escuchó en su interior la voz suavecita pero poderosa que le decía “lej lejá”:
«Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré.»
(Bereshit / Génesis 12:1)
Todo lo que era su resguardo debía quedar atrás, para comenzar una nueva etapa, de aventuras y no tan claro final.
Debía salir de lo conocido, para ingresar al viaje de crecimiento en pos de “la tierra que le sería mostrada”.
Así hizo.
Salir de la zona de confort, cuando ésta ya no es confortable, implica arriesgarse y sufrir.
Para Avram no fue diferente, de hecho, se registra que a cada paso mencionado una nueva tragedia, contratiempo, dificultad, perturbación, batalla, le asaltaba.
Atendamos:
- La tierra estaba habitada por los pueblos canaaneos, por tanto, no llegaba a un lugar solitario que lo estaba aguardando.
- Hambruna.
- Exilio hacia Egipto.
- Faraón captura a su esposa Saraí y se la lleva a palacio.
- Es echado de Egipto.
- Las disputas por las pasturas entre sus vaqueros y los de su sobrino Lot.
- Separarse de su querido sobrino.
- Vivir en cercanías de los tremendamente corruptos habitantes de Sodoma y Gomorra.
- La guerra contra los poderosos reyes para rescatar a su sobrino.
- Penar por no tener hijos.
- Saber que sus descendientes serían esclavos en tierra extranjera por largos años.
- Terribles disputas familiares entre su esposa y la que sería la madre de su hijo Ishamel.
- Ya no poseer ninguna esperanza de tener un hijo con su esposa.
- Circuncidar su prepucio a edad muy avanzada.
Estas son las historias a grandes rasgos que surgen de la parashá de esta semana, Lej Lejá, pero sabemos que hay mucho más.
Como si no tuviera un rato de paz, sino que fuera una cadena de amargos sucesos, uno detrás del anterior.
Siendo presionado por “el destino”, para no acomodarse más a ninguna zona de confort.
Llevando su tienda de un lado al otro, erigiendo un nuevo altar en honor al Eterno, sembrando con sus acciones el mensaje de una vida que une los cielos con la tierra.
Avram tenía momentos de angustia, a veces manifestaba su impotencia.
Sin embargo, no cesaba de trabajar para dar bienestar a su prójimo.
Quizás porque sabía que el secreto de la felicidad se encuentra en vivir con AMOR, es decir, haciendo cosas generosamente para el beneficio del prójimo.
Tal vez por ello su hijo, su heredero, aquel que tomó la posta en la familia divina, fuera llamado Itzjac, el que produce risa, el risueño.
No la risotada de la burla, ni la mueca amarga de la ironía, ni siquiera la pálida sonrisa de la impotencia, sino la verdadera alegría. Aquella que aflora incluso en los momentos oscuros, o precisamente a causa de atravesarlos y superarlos.
Como sea, Avram y luego Avraham es el ejemplo del que no se detiene a petrificarse por el miedo, que no se esconde de la marejada de la realidad en su zona de confort, que no se angustia por salir de su celdita mental.
Es un buen ejemplo.
H’ nos ayude.
Releyendo con mayor atención.