Se casaba el hijo de la familia más influyente de la comunidad judía del lugar, por tanto, harían una fiesta a todo lujo.
Entre los invitados de honor se encontraba un importante sabio de otra ciudad, famoso por sus discursos inspiradores y motivadores, que mezclaba humor con ternura, espiritualidad con franca materialidad. Era de esos shows inesperados, pero siempre bienvenidos.
El tren del sabio había sufrido un desperfecto, por lo cual éste se bajó en la estación más cercana posible y de allí siguió en carro hasta la ciudad del festejo.
Al llegar encontró las calles del barrio judío vacíos, no había un alma.
Nadie a quien preguntar, ni señales de cómo llegar al salón del evento.
Supuso el sabio que habría gente en la sinagoga, así que pidió al conductor que le llevara allí. El problema es que ninguno de los dos sabía ni la dirección ni cómo encontrarla.
Recorrieron las calles abandonadas, sin perder la esperanza, pero tampoco muy exitosos en su búsqueda. Hasta que por fin se toparon con un par de mendigos, sentados a la puerta de lo que sin dudas era la gran sinagoga del lugar.
Saludó a ambos hombres y amablemente preguntó por el paradero del resto de la judería, a lo cual los mendigos respondieron que estaban todos en la celebración de la boda.
El sabio interrogó el motivo por el cual ellos no participaban junto al resto de la comunidad, y la respuesta fue muy breve y dolida: no los habían tomado en consideración.
El maestro les rogó que subieran con ellos al carro y partieron rumbo al salón del evento, siendo guiados por los menesterosos del lugar.
Al llegar los guardias los detuvieron en la entrada, pues era una importante fiesta privada; a lo cual el famoso invitado se presentó, abriendo con ello las puertas para todos los del carro.
Saludó a los dueños de la fiesta, deseo mazal tov, y fue hasta su mesa a esperar su turno para participar además de comer y beber algo, hacia muchas horas que estaba necesitándolo. A su lado iban los mendigos, quienes permanecieron de pie. El sabio pidió un par de sillas y los acomodó a su lado.
El papá del novio puso cara de incomodidad, con respeto se aproximó al maestro para interrogarle por su conducta.
Éste en lugar de responder directamente le solicitó al rabino del lugar si le podía hacer él una consulta, cosa que el rabino aceptó, aunque muy extrañado.
Comenzó así el sabio: “Como ustedes saben este shabat se lee la parashá Ki Tetzé, la que contiene la mayor cantidad de preceptos en toda la Torá. Son más de 70, muy variados todos ellos.
Hay uno que me llama la atención y que solicitó a usted rabino que me lo explique a la luz de las enseñanzas de los Maestros.
Es el que prohíbe que un buey y un burro estén atados al mismo arado para arar la tierra juntos.”
El rabino se meció la barba un breve instante y con seguridad habló: “Algunos de los comentaristas nos enseñan que esto es así por la diferencia de potencia entre ambos animales, el buey es mucho más poderoso y puede ocasionar lesiones al más débil burro”.
El sabio agradeció y entonces pidió autorización para añadir un comentario que justamente había estado leyendo en el tren camino a esta localidad: “El Beit Iosef explica que la principal diferencia entre el buey y el burro no está en las fuerzas, sino en que el primero es rumiante y el segundo no. Entonces a la mañana el amo pone comida para ambos y tras el desayuno los pone a tirar a ambos del mismo arado. Al llegar la media mañana el burro está con hambre, pero el buey sigue masticando. El burro no entiende porqué el amo hace esas groseras diferencias, ya que supone que su colega de yugo está siendo alimentado en medio de la tarea en tanto que a él lo dejan en ayunas. El pobre animal no entiende de biología y no se da cuenta de que el buey eleva el bolo de un estómago, lo vuelve a masticas y lo deglute hacia otro de sus estómagos… ¡por algo es rumiante!
Lo único que realmente sabe el burro es que sufre por partida doble, por el hambre que siente y por la terrible injusticia que el amo está haciendo a diario con él”.
Terminada la explicación el rabino sonríe y agradece la enseñanza del invitado sabio.
Éste se da vuelta entonces al dueño de la fiesta y decididamente le dice: “Si el Creador se ha ocupado para que un pobre burro no sufra de hambre, ni tampoco se sienta discriminado, ¿no te parece que es hora de que aprendas a hacer lo mismo con tus hermanos que son más débiles y necesitados que tú?”.
El acomodado hombre quedó pensativo unos instantes, abrazó al sabio y dio con agradecimiento el recibimiento a los dos nuevos invitados a su importante evento.
Estamos a pocos días de Rosh haShaná, cuando es tiempo de mirar el año que ya casi ha pasado, darnos cuenta de cómo estamos parados hoy día ante la vida y para ponernos metas hacia el futuro.
No hay edad ni excusa para dejar de hacer esto.
Evaluar nuestra vida desde la perspectiva de la espiritualidad, con grandeza, con ánimo… ¡siempre!
La Torá nos enseña, con mandamientos como el burro y el buey que no tiren del mismo arado, que la espiritualidad está en todos los momentos y lugares de nuestra existencia, no solamente cuando estamos en cuestiones rituales, dentro del templo, ocupados en lo que es evidentemente judaico. En todas nuestras relaciones personales, en casa y fuera de ella, en el trabajo y en el estudio, con amigos y desconocidos, con los animales y las plantas, cuando rezamos y cuando descansamos, solos y acompañados, en todo está involucrada nuestra espiritualidad.
Saber esto, estar seguro de ello, nos permite tener una visión mucho más poderosa de la realidad y no permitir que el desánimo y el desaliento nos atormenten.
Puede haber tareas un poco más difíciles, puede haber obstáculos materialmente insuperables, pero finalmente por sobre todo se encuentra el espíritu, que es lo que somos y lo que debemos estar manifestando a cada instante en nuestra vida.
Podemos llenarnos de buenos días, para que también sean dulces.
Como es el deseo para este año que está ya asomando.
Shabat shalom, con bendiciones.