En la parashá Vaetjanán encontramos una frase que, a simple vista, parece solo una introducción formal:
“וְזֹאת הַתּוֹרָה, אֲשֶׁר שָׂם מֹשֶׁה, לִפְנֵי בְּנֵי יִשְׂרָאֵל”
“Y esta es la Torá que puso Moshé delante de los hijos de Israel” (Devarim / Deuteronomio 4:44).
Pero en el Talmud (Yomá 72b), el sabio Resh Lakish lee entre las letras y nos revela una enseñanza que golpea como martillo sobre el yunque:
La palabra שָׂם (sam) significa “puso”, pero también se pronuncia igual que סם (sam), que significa “sustancia”, “medicina”… o “veneno”.
De allí, Resh Lakish declara:
“Si la persona es digna, la Torá se convierte para él en un sam de vida; si no lo es, se convierte en un sam de muerte.”
Así, un mismo texto sagrado puede ser cura o veneno.
Todo depende no de la tinta ni del pergamino, sino del corazón y la intención del que la toma.
La Torá no es un talismán que protege por contacto físico, ni un amuleto para colgar en el cuello, ni un sonido místico para recitar de memoria.
Tampoco es un arma para golpear a otros con citas fuera de contexto.
Es la palabra viva del Creador, dada para ser estudiada con integridad, practicada con humildad y vivida con rectitud.
El que se acerca con soberbia, usando la Torá para justificar ego, violencia, manipulación o fanatismo, está bebiendo veneno, aunque sus labios pronuncien versículos. El que convierte a la Torá en un arma, la vuelve contra sí mismo. El que la adora como un ídolo, está dándole la espalda al Creador, Autor de la Torá.
Pero, quien se acerca con reverencia, para aprender, corregirse, crecer y servir al Bien, transforma cada palabra en un elixir de vida. Esa es la verdadera senda del estudiante eterno de Torá.
La Torá es la misma.
El que cambia —para bien o para mal— es el que la recibe.
La pregunta no es:
“¿Qué es la Torá para mí?”
Sino:
“¿Quién soy yo frente a la Torá?”
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