La Torá trasciende generaciones precisamente porque no es literatura de museo; es un espejo que refleja las complejidades de cualquier vida humana, sin importar la década que estemos viviendo. La parashá Haazinu es, en su forma más pura, una canción. Y como toda canción que perdura, cuando te permites escucharla realmente, te interpela, te confronta, te invita a mirar más allá de lo obvio.
Moshé, en su despedida final, elige el formato poético para repasar la historia completa de su pueblo: los fracasos que duelen, los momentos de grandeza, esas reconciliaciones que solo llegan después de tocar fondo. Su mensaje es universalmente humano: la vida se mueve en ciclos que a veces preferíamos evitar. Ascendemos, caemos, aprendemos lo que podemos, volvemos a tropezar, nos recomponemos con más sabiduría. Y a pesar de cada caída que parece definitiva, hay una fuerza que no abandona el juego, que no corta la comunicación.
Haazinu resuena a través de los siglos con una urgencia que no ha perdido vigencia: ¡escucha! ¡Despierta! No te conviertas en espectador resignado de tu propia existencia. El mensaje habla directo a nuestra era: cada uno de nosotros tiene la posibilidad de escribir su propio canto, con todas sus contradicciones, sus logros impensados, sus dudas que paralizan y esos descubrimientos que redefinen todo. La Torá no exige perfección inalcanzable; pide presencia consciente y compromiso genuino.
El calendario judío orquesta este mensaje con una precisión que no es accidental. Después de la intensidad transformadora de Iom Kipur llega Sucot, la fiesta de las viviendas temporales. Durante siete días habitamos, aunque sea simbólicamente, una sucá vulnerable, construida con ramas y abierta al cielo. Es una lección en tiempo real: la seguridad auténtica no proviene del blindaje de nuestras certezas inamovibles, sino de la confianza que se cultiva conscientemente, de la emuná que se fortalece día a día, de esa red de vínculos genuinos que construimos con paciencia y cuidado.
En Sucot integramos el lulav y el etrog con el hadás y la sencilla aravá, las cuatro especies que simbolizan toda la diversidad humana y, simultáneamente, la posibilidad real de unidad. Compartimos la sucá, creamos memorias alrededor de la mesa, y descubrimos algo que desafía la lógica moderna: es posible experimentar alegría profunda en medio de la fragilidad más evidente.
Las preguntas se vuelven inevitables: ¿En qué anclo realmente mi seguridad, más allá de las creencias que nunca he cuestionado seriamente, de esas certezas que podría perder tan súbitamente como una sucá en una tormenta? ¿Qué tipo de estructura interior estoy construyendo: una que cualquier viento adverso derriba, o una que, en su aparente simplicidad, tiene fundamentos sólidos? ¿Dónde puedo elegir hoy componer mi propia melodía en lugar de repetir los mismos lamentos conocidos?
La invitación es específica: dedica estos días a identificar tu canción personal de Haazinu. Define en pocas líneas, sin elaboraciones innecesarias, quién eres en realidad y hacia qué aspiras cuando nadie está evaluando. Comparte esa claridad con alguien que podría necesitar esa dosis de esperanza auténtica.
La existencia, como Haazinu, es poesía en constante movimiento. Y Sucot nos enseña algo profundamente liberador: incluso en la casa más pobre se puede encontrar espacio para la celebración genuina. No temas lo que puedas descubrir en esa vulnerabilidad consciente, porque ahí precisamente, en ese lugar de honestidad total, reside tu fuerza más real.
Comparte este mensaje con tus allegados y anímalos a reflexionar sobre estos importantes temas. Involúcrate en iniciativas que promuevan la construcción de Shalom.
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