¿Cómo explico yo, como rabino, que la Torá que enseño contiene relatos donde aparece la orden de eliminar por completo a ciertos pueblos? ¿Cómo presento un texto donde el mandato divino incluye borrar ciudades enteras? Si esto te inquieta, bienvenido: este no es un video para justificar salvajadas. Es para distinguir entre justicia divina en un mundo brutal y genocidio humano impulsado por odio. Y esa diferencia está separada por unos tres mil años de desarrollo moral.
La tentación es responder con la frase gastada de ‘eran otros tiempos’. Pero eso, solo, suena a excusa. Rav Aharon Lichtenstein advierte con agudeza que juzgar una época con parámetros morales de otra es cometer un anacronismo violento. El punto clave no es relativizar, sino entender que la Torá se mueve dentro del sistema de guerra del Bronce Tardío. En ese universo no existía el concepto de guerra humanitaria. Las alternativas reales eran esclavitud total, asimilación forzada o exterminio. Y aun así, la Torá introduce límites inéditos: prohíbe la crueldad gratuita, exige ofrecer términos de paz en la mayoría de los casos, impone leyes para proteger a los no combatientes y marca reglas de conducta militar que no tienen paralelo en otros códigos de la época.
Viene entonces la segunda acusación: ‘Pero maestro, ¿eso no es genocida?’ La respuesta es no. Rav Joseph B. Soloveitchik explica que la Torá no maneja la idea de guerra santa motivada por odio ideológico. Habla de guerra de supervivencia física y espiritual. Los casos de jerem, el exterminio total, son excepcionales y siempre desde una lógica defensiva, nunca de expansión imperial ni de superioridad racial.
Los madianitas en Bamidbar 31 no aparecen como un pueblo al que había que eliminar por existir, sino por su agresión directa y su intento de destruir al pueblo desde adentro mediante corrupción moral y guerra indirecta que derivó en una plaga devastadora.
Los canaanitas tampoco son objetivo por su identidad, sino por un sistema cultural que incluía prácticas atroces como el sacrificio infantil. La Torá lo declara abiertamente: no es por tu justicia, sino por su maldad, dice Devarim 9:5. Rav Eljanán Samet lo sintetiza magistralmente: ‘el jerem es un químico radiactivo que solo se utiliza cuando el cáncer moral amenaza la existencia del pueblo entero’.
Y está Amalec, un caso apartado. Rav Jonathan Sacks destaca que Amalec no atacó por territorio ni por beneficio estratégico, sino que embistió contra los débiles, ancianos y niños simplemente para demostrar que todo está permitido cuando se desprecia lo sagrado. Su propósito no era ganar, sino destruir. Por eso la mitzvá no es exterminar personas, sino borrar la memoria del odio institucionalizado. Rav Abraham Joshua Heschel lo profundiza: recordar Amalec no es para odiar, sino para aceptar que existe un mal absoluto y que debe ser neutralizado sin convertirnos en su reflejo.
La prueba de que esto no es racismo ni supremacismo aparece en el Talmud, Bava Batra 21a, que enseña que cualquier nación puede convertirse en Amalec por adoptar su ideología. No es biológico, es moral. Y esto es aún más incómodo: si nosotros, judíos, caemos en la lógica del odio y la deshumanización, entramos en esa misma categoría. Rav David Hartman lo expresa con claridad: la Torá no legitima violencia, la encuadra, la restringe y la empuja hacia un horizonte de paz. El Rambam, en Mishné Torá, Melajim 6:1-4, describe cómo incluso la guerra preventiva tiene límites y vías para evitar el derramamiento de sangre.
Por eso, cuando me hacen esta pregunta, no digo ‘está todo bien’. No justifico genocidios. Explico que la Torá es el punto de partida del desarrollo moral occidental, no su punto final. Es la primera vez en la historia que se formula un marco ético para la guerra. Eran tiempos sumamente violentos, con reglas diferentes a las nuestras, con una mentalidad y forma de hacer las cosas que a muchos de nosotros nos parecen de horror (si bien hay un sistema totalitario, supuesta religión monoteísta, que sigue enclavado en la antigua Edad Media, con formas de conquista similares, y de subyugación aún peor).
A nosotros nos toca seguir elevando ese marco, no degradarlo. El ideal no es la espada, es la visión de Ieshaiá, donde las armas se transforman en herramientas de vida. La inquietud real no es la violencia de hace tres milenios, sino la nuestra, hoy, cuando ya tenemos alternativas y aun así hay quienes siguen defendiendo el odio como si fuera virtud (levantando, paradójicamente, cartelitos en contra de falsos «genocidios» y aliándose con lo más rancio y deshonesto de la política, la corrupción y la violencia contra el que se anima a ser diferente). Esa, sí, es la verdadera barbaridad.
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